sábado, enero 01, 2005

estoy enfermo, escribo, y ya son más de las doce

The Long and Winding road
(o Casa Paralelepípedo)



“Es una forma de empezar el día como cualquier otra,
es nada más que no pisar el freno pero sin coche...”
Andrés Calamaro





“...hay camiones repletos de basura, rabia descompuesta y -casa paralelepípedo- en mi pelo
en mi pelo,
en mi maldito pelo.”



1era parte
El enganche del caracol

I.- Aceite de hashís

Es otoño en Lima. La gente ha dejado de pensar un poco en el verano. Junto a mí, Porongo sorbe otro poco de su cigarrillo, se relaja y deja correr el humo. Deja pasar tras de sí las horas muertas y negras que vivió cuando el atardecer que se veía desde las ventanas de su casa en la Molina parecieron Palms Spings con nubes rojizas y palmeras. Con piscina.
Pero ahora él piensa en otra cosa y sostiene su cámara portátil (supongo que será lo último que se compró, tras la buena venta del peso de su aceite de hashís) y filma, hace travelings. Excelentes tomas de traseros y sudorosos senos que se baten y tantean entre los cuerpos todavía bronceados de las chicas, en permanentes blue jeans ajustados.
- ¿Qué te parece, Caneto?
- Excelente. Excelente...
Porongo sorbe otra vez su cigarrillo y luego lo bota.
- ¿Secaste tu hierba?
- Aún no.
- Pues deberías.
Una chica casi imperceptible desde donde estamos Porongo y yo es filmada con un zoom de verdad potente, mientras conversa con alguien que parece ser un profesor o algo por el estilo. Porongo suelta una pequeña risa. De pronto el atardecer nos sorprende con nubes moradas, y a cada minuto estamos más lejos de la realidad y se hace de noche.
Porongo usa en su cámara portátil un modo nocturno mediante el cual todo lo que filma se ve verde e intenta hacer un juego de imágenes entre los ojos del profesor y las estupendas tetas de una chica (que creo que se llama Dianita Calibre 38 o algo por el estilo) y en los ojos de Porongo veo una expresión que por algún motivo hace que me vea a mí mismo en su mirada, y en su peinado, que es una mezcla entre corte militar y un punk extraño, pero eso no es nada del otro mundo y Porongo prende otro cigarrillo.
Es otoño en Lima.
- Mierda, esta porquería no funciona.
Porongo pide mi encendedor un segundo y yo se lo alcanzo. Deja a un lado la cámara y se dedica a fumar.

Sentado en la banca de un parque que no conozco bien cerca a donde solía pasear con Melisa este verano, pienso como un loco y fumo mucha marihuana verde que no puedo sorber porque está húmeda y no me sirve para nada. Anoche me la pasé bebiendo y fumando como un degenerado, no me acuerdo bien si llegué a mi casa con el pan en la mano o si alguien llegó antes que yo con el pan, o como fue. La cosa es que el recuerdo más cercano que tengo es el de mi propia imagen circunspecta sentado en la mesa por la mañana, tomando café puro hasta que la bolsa de pan desapareció, y mi perro Pincky se asustó tanto que me preguntó que por qué dormía en el piso o quizá solo me miró extrañado cerca de las dos horas que pasaron hasta que me desperté y pude arrastrarme a mi habitación en el tercer piso donde pernocté cerca de diez horas. Luego pude volver en mí, y sin ducharme ni nada, salí a caminar por las callejuelas locas de Surco un poco alejado de mi hogar (si uno toma en cuenta que lo único que hice fue caminar y caminar) y por alguna extraña razón me pongo triste al pensar en la noche que pasé. Y pienso en Melisa como en aquellos patos chinos del Brasil (tan enamoradizos todos) que no pueden ni volar, ni escribir, ni nada. Luego recuerdo la reunión de anoche, las caras tapiadas de aquellas chicas de minifaldas cortas y piernas apetecibles. En el olor fétido del baño y la cerveza, en el dolor de mi abdomen mientras sorbía (y cada sorbo es un vaso más) y bebía, y también fumaba, y conversaba un poco con la gente de cosas incoherentes, y vestía una camisa negra y un pantalón negro y mis zapatillas eran por igual negras. Mientras el gordo Manuel sonríe (es una sonrisa espantosa) diciéndome que lo acompañe al baño, que en el bolsillo de su casaca de cuero tiene un poco de mármol blanco, que en verdad es una buena y enorme papelina llena de coca brillante. Y luego, Porongo, sentado en un sillón de la sala le cuenta a un amigo suyo la fructífera venta de todo su aceite de hashís durante el verano pasado, mientras beben y miran por la ventana algo fuera de mi alcance visual. Entonces yo -okey- un poco tentado, pero no menos deprimido (por lo general, cuando inhalo, me vienen esas terribles bajonas y uno se queda sin ganas de levantarse temprano por la mañana)... Finalmente, termino encerrado en el baño con el gordo Manuel:
- ¡Ñac! ¡Ñac! Está muy buena, huevón.
- ...Sí, de veras.
Manuel lame el papel manteca, absolutamente loco, con aquellos ojos que eran un par de espirales que no dejaban de dar vueltas en derredor suyo.
- Vamos, párchame un poco más gordo.
El gordo Manuel sostiene sus lentes, mira a ambos lados (como si alguien pudiera infiltrarse entre las paredes o entre las rejillas de las lunas tapadas) hace una mueca espantosa y saca del bolsillo más pequeño y más escondido de su casaca de cuero marrón otra papelina, exactamente igual a la anterior.
- Vamos, gordo. Que sea una montañita para detener el tiempo...
El gordo lanza una carcajada. Echa en la parte posterior de mi mano una montañita blanca de cocaína.
- ¡Uhg!
- Muy bueno, de verdad tío.
Creo que fue entonces cuando empecé a dejar de sentir los dientes y la cara. Estallé de risa.
Empezó a sonar algo que era una especie de cumbia que ya nadie bailaba. El gordo Manuel y yo nos miramos y entramos a la sala (afuera, en el jardín, algunos cuantos estúpidos sujetos bailaban con algunas cuantas chicas de minifaldas raídas, y nadie allí se había metido cocaína en el baño, solo el gordo Manuel y yo) donde Porongo y su amigo, de cabeza rapada y extraños ademanes al hablar, contaban historias de drogas y miraban por la cámara portátil una colección fundamental de culos y sudorosas tetas.
- ...Entonces ¡fuuuaaaaaa! la habitación se iluminó. -Porongo rió. El tipo pelado, que contaba la historia, esbozó una agradable sonrisa.- Uno miraba ese pacazo y pensaba: “oh Dios mío... por qué tanto...”.
El tipo pelado, de cara extraña, sonrió.
- ¿Era una mimosa?...
El Pelado hizo un sonido extraño:
- ¡Pfffvhgfarsjnh!
Porongo me miró sonriendo:
- Puta yo me acuerdo de esas épocas, huevón...
Me sorbí la nariz. Sentí el sabor de aquella potente cocaína en mis fosas nasales y en mi esófago.
- Sí, huevón -repitió Porongo, riéndose.
Intenté imaginar aquello.
- ¿A qué te refieres? -preguntó alguien.
Porongo rió.
- Ya sabes, a la mimosa... le caía sangre. Como a cualquier otra mimosa ¿no?
- Ahhh -respondió alguien.
Un tío muy llamativo, de asqueroso acento español, viene y me dice:
- Es una mierda.
Y yo le digo:
- ¿Pero por qué, hermano?...
Y él me dice:
- Coño, necesito un porro.
Y cuando estamos en la puerta de la reunión, cuando estamos prendiendo ese canuto enorme que traigo entre las manos, el tipo que en realidad es un español horrible y tiene Cara de Pescado, me dice:
- ¡Joder! Debí meterle la mano más fuerte, huevón.
- ¡A quién!
- A ella pues, tío.
Pero ella no está por ningún lado y yo no sé a quién carajo se refiere, hasta que me explica que es una tía que estudia en la facultad pero que no está en nuestro salón (y me pregunto por qué Cabeza de Pescado dice que está en mi salón) y luego dice que la chica a la que él le ha metido la mano estaba ebria, pero no lo suficientemente ebria. Y ella vino y le metió un lapo y todo el mundo lo vio. Y luego me dice que esta misma chica ahora se encerró en una habitación con este tío tan gordo y tan pesado que estaba conversando conmigo. Finalmente, Cabeza de Pescado dice que todo el tiempo ha sido así y que debió meterle más adentro la mano, que su minifalda veraniega estaba bonita y suave.
Le da una enorme calada a mi canuto tosiendo y despidiendo un montón de humo por la boca.
- No sé qué hacer, coño.
- Relájate, tío -le aconsejo.
Cuando regresamos a la sala, Cabeza de Pescado y yo estamos muy volados y continuamos bebiendo. Luego Porongo y su amigo nos enseñan algunas tomas que han logrado captar con su fabulosa cámara portátil Sonny, y todos se ríen. El audio está encendido y por momentos escucho mi propia voz gravada, y es todo tan espantoso. Siento una profunda acidez en mi estómago y luego veo el trasero de Melisa gravado y le empiezo a prestar atención a todo. Porongo ríe como nunca lo he visto reírse antes, y cuando se saca los anteojos de sol sus ojos están inyectados de sangre, y pienso que ha estado fumando hashís con su pipa todo este tiempo.
En las imágenes de la cámara veo un sinnúmero de tetas y de acercamientos estremecedores. Veo con cuidado las piernas de Melisa y reconozco el vestido que lleva puesto. Es uno de aquellos vestidos que a mí me gustaban tanto, que llevó un par de veces a la playa cuando nos fuimos al sur el verano pasado.
Es otoño en Lima.
Ahora vuelvo a intentar prender este canuto pero no puedo y es un domingo terrible que no quisiera haber vivido jamás. Y espero a que se haga de noche mientras no leo las notas periodísticas que tengo que leer para la Universidad. Y aunque no lo quiera, pienso un poco en Melisa: en nuestra separación y en lo demás.
Es otoño del 2002.
Y cuando se ha hecho de noche, se han prendido los faroles amarillos del parque, tengo que ponerme de pié y caminar. Hay un grupo de chicos cerca. Uno de ellos tiene como mi edad y luce pinta de escuchar música reggae y fumar mucha marihuana todo el día. Junto a él hay como unas cuatro personas más y entre todos prenden una pava, y una chica (que por alguna razón hace que me acuerde de Melisa durante el verano pasado) se esconde por entre las bancas del parque y algunos arbustos. Le da una pitada a aquel wiro y tose.

Yo quería montar bicicleta a los diez años. Cuando cumplí los once había una esquina cerca a mi casa donde los chicos (algunos un tanto mayores que yo, otros no) se reunían los viernes por la noche a patinar y a montar bicicleta.
La cuestión es que llegó el día cuando mi vieja me preguntó si quería una bicicleta y pretendió comprarme una demasiado grande (con la sorprendente excusa de que me serviría para la posteridad) pero yo entonces me negué rotundamente. Ya no quería una bici, ni tampoco una patineta. Era 1996, y se pusieron de moda los patines.
Entonces en la ciudad de Lima se inauguraron un par de pistas de patinaje en realidad grandes. Pistas circulares, enormes, donde la gente se reunía a patinar, y donde algunas veces me encontré a amigos del colegio en la misma situación que yo.
Recuerdo que una vez me encontré con Careloco.
- ¡Hey! ¡Caneto! -me gritó.
- ¿Qué haces, Alonso?
A Careloco le caía bien su apodo.
- Aquí...
Dimos algunas cuantas vueltas hasta llegar a un enorme agujero cuneiforme junto a unas extrañas plataformas de madera, Careloco dijo:
- Caneto, esto apesta...
Y entonces me prometió llevarme un día a un lugar donde de verdad se montaban patines. No dejé de preguntarme cómo era eso y el me dijo:
- Los patines son un deporte para chicos rudos.
- ¿Rudos como quienes?
- Rudos como nosotros -dijo.
Entonces yo me reí.
El día en que fuimos después de clases a montar patines fue un día terrible de sol, en un parque cerca a los Álamos donde la tarde nos cogió friéndonos en plena calle, y el cielo empezó a quemar, y de las casas salía un aire tupido que más bien parecía humo.
Era un maldito infierno.
- ¿Aquí es donde se practica el verdadero deporte de los patines?
- Aquí es donde te vamos a hacer hombre.
Yo llevaba mis patines en una caja. Era la caja negra donde me los habían venido. Estaban casi nuevos.
- Bueno. Será, pues. Será.
Me puse mis patines y mi casco y mis rodilleras. Cuando me puse de pié parecía más una tonta tortuga ninja y no un chico dispuesto a dar su vida por aprender a hacer piruetas en el aire como cualquier persona normal.
- Chico, más te vale que te quites todo eso -dijo alguien.
- ¿Por qué?
- No va a dejar que te muevas bien.
- ¿Qué quieres decir? ¿Cuánto tengo que moverme? Sólo quiero patinar...
Entonces todos se rieron.
- Caneto, más vale que te quites toda esa porquería.
Los chicos que montaban patines en el parque cerca a Los Álamos sabían usar ropa, y la ropa que vestían no parecía nueva sino que la usaban siempre, todos los días, y la ropa que yo llevaba puesta acababa de ponérmela en la casa de Alonso y parecía nueva porque nunca la usaba, y me sentía como Ricky Ricón en un mundo terrible.
- Vamos Caneto, haz algo bueno por tu vida de una puta vez.
Yo no sabía nada, con las justas podía patinar. Me saqué todo lo que llevaba encima y lo dejé a un lado. Luego tomé vuelo y corrí. En una rampa de madera improvisada en el parque. Salté. Me mantuve en el aire un microsegundo y caí. Me golpeé fuertemente la mandíbula y todos estallaron de risa. Luego, cuando pude ponerme de pié, me di cuenta de que estaba sangrando y que llevaba aún el casco puesto. Me felicitaron. Es decir, me dieron la mano los chicos, y dijeron, bien, muy bien o buen intento. Entonces me sentí completamente adaptado y seguro de mí mismo.
Pero como era de esperarse yo no era bueno para montar patines y los dejé a un lado una vez que no tuve que llevarlos para hablar con los chicos del parque cerca a Los Álamos. Mi afición a los patines terminó un día en que descubrí que era más entretenido fumar cigarrillos que patinar. Me hacía sentir más adulto que los demás. Así que cuando fui a patinar un día les dije:
- Chicos vamos a descansar un rato, ¿qué les parece?
Y desde entonces la gente que se reunía a charlar en el parque cerca a los Álamos lo hicieron con intención de fumar cigarrillos y no de montar, porque así se malogró la juventud a mediados de los noventas. Fumando cigarrillos en el parque que después sería bautizado por alguien como “el fumadero”, y no por mí, ni por los chicos que antes montaban patines, sino por gente que de una mañana a otra bajó de no sé donde a fumar pastel y la cosa quedó ahí. Ninguno de nosotros quiso asomar su cabeza de nuevo por esos lares.
Entonces yo no fui el mejor patinador de Roller Blade en mi época, pero sí fui el primero en fumar cigarrillos de mi generación. Y también fui el primero que le dijo al gordo Manuel que a él le gustaba la Gomi porque todavía el gordo (tan enamoradizo, tan lerdo) no se daba cuenta de nada, y antes de lo imaginado a la Gomi su novio ya le daba más vueltas que pollo a la brasa.
Y yo le dije:
- ¿Sabes qué gordo? Lo mejor de ser tú es que no necesitas excusa.
Porque el gordo Manuel era el gordo más hablador de la clase y el más amiguero, y en los ratos libres cuando estábamos en primero o segundo año se secundaria, al terminar las clases, nos íbamos a un pasaje con Careloco o con el Muerto a fumar cigarrillos y ver el atardecer, o sino veíamos a los pájaros en algunos de los parques de los alrededores, o sino íbamos a arrojar enormes semillas de árboles a los riachuelos que atravesaban dichos parques, en cualquiera de los tres casos fumábamos, nos deshacíamos de las mochilas y planeábamos molestar a alguien durante la clase. Y siempre era cuestión de creatividad. Y nunca era suficiente. Nos sentíamos tan grandes fumando cigarrillos y molestando a los demás...
Luego fue el plan maestro de hacer que el gordo Manuel le envíe cartas de amor, que en realidad él ni siquiera escribía. Se las pediríamos escritas a un Pelmazo Enorme de otra sección que se llamaba Gustavo Petrovich, o algo por el estilo. Y la cuestión es que no sé quién no tuvo la reserva necesaria y todo se fue al carajo. La Gomi (que en realidad, ya no recuerdo ni cómo se llama) le dijo que no, que ella tenía novio y que no quería nada con él. Y le dijo que estar de novia con alguien en el colegio sería lo más desagradable del mundo. Y ese mismo día el gordo Manuel no vino a fumar con nosotros al parque, y yo juré vengarme para siempre de aquel Pelmazo Enorme, y al parecer la gente ‘chévere’ de la clase me respetaba, y me sentía con tanto poder como para hacer y deshacer.
Así que concerté una pelea entre el gordo Manuel (quien durante dos días no dejó de estar triste y llorar) y el novio de la Gomi, que en realidad era un rapero de lo peor. Y entonces el gordo me dijo, Caneto, qué has hecho, yo no me quiero pelear con nadie. Y yo le dije: vamos, gordo, esta es tu oportunidad. ¿Qué mejor manera de demostrarle a la Gomi que la quieres?
Y entonces el gordo Manuel dijo:
- ¿Peleándome con su novio?
Y yo le dije:
- Claro que sí, hermano, mira, cuando veas a ese hijoputa tendido sobre la grama, adolorido... Cuando ella lo vea, te va a querer tanto que no vas a terminar el día pito. Créeme.
Fue así como una tarde de invierno de 1997 ó 1998, el gordo Manuel y un tal Andy se batieron a muerte en un parque escondido de Miraflores. Nunca olvidaré el peregrinaje, los taxis que tomamos para llegar hasta el lugar y los cigarrillos que fumamos en público. La pelea fue injusta. Andy no peleó. Fue un sujeto, un fulano de tal, llamado Pinche Buey. Y este Pinche Buey ni siquiera se sacó sus anillos con púas durante la pelea, y estos le ocasionaron al gordo Manuel un dolor profundo en sus cejas rotas y en sus mejillas. Y una hemorragia interna que lo tuvo en cama durante varios días. Pero Pinche Buey, si bien tenía anillos, no sabía moverse, no tanto como el gordo Manuel, y al final las patadas más certeras se las dio él (el gordo) y tuvo éxito en su propósito. En vista de lo sucedido, del circo romano que había organizado, me acerqué donde la Gomi (que estaba presente, muy tranquila, mirándolo todo) y le dije:
- ¿En qué piensas?
Ella me miró.
- ¿Qué pienso de qué?
Y a pesar de que el gordo Manuel pasó dos semanas en cama por ella, la Gomi ni se inmutó ni dijo -¡ah!- ni nada. Simplemente le pareció una pelea entre el extraño amigo de su novio contra su simpático y estúpido amigo del salón., simplemente eso.
Pero para el pobre gordo Manuel había algo más, y cuando fui a su casa, una tarde, él me dijo:
- Con las justas puedo moverme, quisiera fumar un cigarrillo.
Y yo le dije:
- Vamos, gordo, sabes que no estás en condiciones.
El buen gordo Manuel miró a ambos lado en su habitación, y dijo:
- ¿Qué sucede últimamente en el salón?
Y yo le dije:
- Lo de siempre.
- ¿Ya le pegaste al Pelmazo Enorme ese?
- Lo estoy guardando para fin de año, gordo.
El gordo sonrió. Finalmente, dijo:
- Me gustaría tanto fumar un cigarrillo.
Entonces en vista de la pena y de que no había nadie alrededor mío le pasé uno.
- Vaya, es un Lucky.
- Sí.
Le extendí mi mano con un encendedor prendido y el gordo fumó.
- ¿Sabes? Hay algo que quisiera hacer antes de que termine el año.
- ¿Qué cosa?

La Hilacha conseguiría la marihuana.
Entonces se hablaba un poco con el gordo. Un día la Hilacha lo había abordado y le había dicho, en medio del patio durante el último recreo, antes de la salida:
- Así que tú eres el gordo Manuel, que fuma cigarrillos en la salida, en los parque escurridizos de Chacarilla, misma Palms Springs...
Y el gordo, que era más que nada callado y observador, le había dicho, sujetando sus enormes anteojos con resinas photogray:
- Así parece.
Habían hablado un par de veces antes de la pelea, se habían saludado. Cuando la Hilacha escuchaba por su walkman negro grupos como Leuzemia y rock del Agustino, grupos que en nuestro colegio nadie escuchaba (solo él, únicamente la Hilacha) y luego, cuando hablé con él aquella tarde, me dijo lo mismo que le había dicho al gordo Manuel aquella vez:
- Con diez soles puedo conseguirles esto.
- ¿Qué cosa?
La Hilacha se encrespó como un gato, miró a ambos lados y susurró:
- Dame el encuentro en el pasaje cerca a la puerta, detrás del muro del edifico más grande.
- Okey.
Esperé un par de minutos y caminé, nos encontramos en el pasaje cerca a la puerta.
- ¿Qué es?
- ¿No hueles?
Me acercó esa especie de moño rojo a la nariz.
- ¿De verdad es marihuana?
- Por supuesto.
La Hilacha me guiñó un ojo. El último recreo antes de la salida estaba a punto de acabar. Noté que a la Hilacha le empezaban a salir pelos en el extremo derecho de su barbilla.
- Y cuánto es, más o menos, lo que me vas a vender por diez soles.
Sacó de uno de sus bolsillos traseros el paco, envuelto en papel periódico, con toda aquella marihuana roja. Lo abrió y me lo enseñó.
- ¿Ves? Es como mierda...
Luego lo cerró.
- Y cuántos cigarros van a salir con eso.
- ¿Cuántos wiros?
- Sí, ¿cuántos?
La Hilacha miró al cielo.
- ¿Algunos de ustedes sabe armar wiros?
- Yo sé. Solía armar cigarros de tabaco cuando era niño...
- Mmmm, entonces piensa que tendrás como para cinco o seis, o hasta siete canutos gruesos, depende de qué tan bien me vendan. Tú entiendes.
- ¿Y ese paco que traes contigo?
- Es consumo personal.
Sonó el timbre con el que comenzaban las horas de clases.
- Entonces ¿cómo hacemos?
- Dame el dinero ahora, mañana por la mañana iré a comprar.
Nos dirigimos al edificio donde dictaban las clases de Segundo de secundaria.
- ¿Cómo es eso?
- Mañana en la salida, te espero apoyado en el centro del parque donde algunas veces se reúnen esas tías horribles que le dan de comer a las palomas después de ir a misa...
- ¿Y qué más?
- Nada. Tendré tu enorme paco sujeto en mi mano...
La Hilacha llegó temprano ese viernes a la salida. Miró a ambos lados antes de acercarse a nosotros y esquivó un par de compañeros de otra sección que lo conocían en la puerta del colegio.
- ¿Cómo fue todo?
- Excelente, excelente...
- ¿No nos ibas a esperar en el parque?
- Puta, huevón. He llegado aquí como a las once de la mañana, me cago de hambre.
Miró a su alrededor otra vez. Tenía los ojos rojos y olía a hierva seca. Por sus audífonos negros se escuchaba una canción que era un solo de gritos: ¡Solo quiero un poco de pastel! ¡Al colegio no voy más! y cosas por el estilo. Luego la Hilacha empezó a caminar dando tumbos, saludó a un par de chicas bonitas que pasaban por ahí. Se rieron de él, lo saludaron. La Hilacha era sumamente flaco, casi anémico, y llevaba el pelo largo. Finalmente dijo:
- Préstenme cincuenta céntimos, por favor...
Con lo que se compró un paquete de galletas de chocolate y dejó de llorar.
Caminamos a un parque que nunca he vuelto a ver en mi vida, donde nos sentamos formando un círculo. La Hilacha sacó el paco y nos lo enseñó. El gordo, que ese día había vuelto al colegió después de dos semanas, exclamó:
- ¡Asu! Es como mierda.
- Sí. Es verdad, es como mierda -indicó la Hilacha.
- ¿Y qué vamos a hacer con todo esto?
- Nada, lo dividen entre ustedes dos y se lo fuman.
El gordo Manuel y yo nos miramos.
- Los diez soles eran del gordo -dije.- Yo sólo quiero probar una vez.
Mirando en dirección al cielo estaban aquellos árboles que nos escondían y después todo era azul. Había en el pasto de aquellas pequeñas flores amarillas que nos indicaban la llegada del verano. De repente salió el sol y la Hilacha preparaba un enorme canuto.
- Saben qué. Ahora, que en lugar de venir a clases me fui a comprar su paco por mi casa, estaba caminando por allí cuando me encontré a mi prima, Paty, ya saben, ella vive por ahí y siempre, cada vez que voy a comprar, saca su cabeza por la ventana de su baño y me dice: “¡José! ¡José! ¿Adivina qué?” y yo le digo “¿Qué quieres, Paty?” y ella me dice... ¿saben lo que me dice?
- No, ¿qué cosa?
- Me dice: “Oh, José, estoy tan mojada... me estaba duchando y ahora se ha ido el agua, necesito que me ayudes. No me puedo pasar el jabón por la espalda, estoy tan jodida”...
Hubo una pausa enorme.
- ¿En serio? Hermano, eso te dijo tu prima.
- Eso me dijo la bitch de mi prima.
- Asu, ¿y qué hiciste? -le pregunté.
La Hilacha deshacía la hierba roja, la hacía polvo encima de su cuaderno de geografía bajo el sol de diciembre.
- Nada -dijo, sin dejar de limpiar la hierba, sin dejar de sacarle las pepitas y los diminutos troncos- me metí a la casa y luego subí las escaleras. Efectivamente, la Paty estaba desnuda y mojada. Se había ido el agua caliente y su piel estaba fría. Le pasé el jabón por la espalda, después nos besamos y yo también me quité la ropa.
- No me jodas, huevón.
La Hilacha miró de reojo al gordo Manuel. Volvió a ponerse los anteojos que había dejado encima del pasto.
- En serio, mano.
- ¿Entonces, te has tirado a tu prima?
- ¡A la Paty!
- Ajá.
- No ¿cómo me la voy a tirar? No soy tan degenerado...
- ¿Entonces?
La Hilacha sacó el papel de fumar. Empezó a armar el wiro.
- Nada pes. Le pasé el jabón, nomás. ¿Me entiendes? No me la he tirado...
El gordo Manuel y yo estallamos de risa.
- Bueno, chicos, quiero que sepan que en realidad yo los quiero un montón. Es un honor haber armado este wiro y es un enorme placer fumarlo, con ustedes, por supuesto... -La Hilacha hizo una pausa, el gordo Manuel y yo nos miramos sonriendo. La Hilacha revisó su enorme bolsa incaica, y prosiguió- Sólo quiero saber, por favor, si es que alguno de ustedes tiene un encendedor o algo por el estilo...
El uniforme de los tres estaba sudado. El gordo Manuel y yo sacamos nuestros anteojos de sol y empezamos a fumar. Al principio nada, la hierba era una cosa de mal sabor, muy propensa a hacerme vomitar. Sin embargo la Hilacha fumaba mucho. Fumaba. Y el gordo Manuel terminó por confesarme en determinado momento, con la mirada desviada y los anteojos de sol a la altura de la nariz, que efectivamente él había fumado varias veces, con un amigo, en algunas fiestas que entonces se organizaban en el club regatas. Una mierda de fiesta hawaiana en la playa, o algo por el estilo. E incluso había fumado con el Muerto y con el tarado ese de Gustavo Pétrovich. Y entonces yo pensé que ya estaba puesto y pretendí estar drogado también. Incluso empecé a reírme de la nada. Pero la Hilacha me dijo que tenía que fumarme otro, que sino lo hacía no pasaba nada. Todo esto de darme de fumar parecía causarle placer. Y entonces le dije al gordo que armara otro porque quería estar igual que la Hilacha. Hecho un adicto de mierda.
La Hilacha reía. Se fumó el primer varulo hasta que sus dedos se mancharon de THC amarillento y su boca también. Según él, no había evidencia más grande. Además, estaba con los ojos rojos y chinos como aquellos patos del Brasil. Y cada cosa que decía era precedida por una risa narcótica. Naufragamos en un parque donde la Hilacha arma otro varulo y se prolonga una conversación larguísima. Fumamos más marihuana y me siento por primera vez drogado.

II.- The lonely and saddest story of Lili and her little animals

- Caminaré por la vereda pisando estos asquerosos animales -dijo Roxana.
- Okay, no demoro.
Roxana frunció el ceño de una manera espantosa. Aquella mañana de 1998 (ahora tan lejana), ese verano en que los edificios de Las Torres de Limatambo se alzaron como una tremenda manifestación asexuada, yo hablaba con Miriam por teléfono (quien, por entonces, aún se llamaba Miriam) y en realidad, ahora que lo pienso, Miriam fue el gran amor de mi vida. Y en aquella mañana (porque supongo que serían las diez o las once de la mañana...) de 1998, en la que paseábamos Roxana y yo por esos pasajes y esos recovecos incógnitos en busca de algo bueno qué comer, miraba a Roxana (tan triste, tan sola) caminar por un pasaje que se perdería tras una canchita de fútbol de cemento y en donde unos cuántos chicos de tez oscura y sin polo se dieron cuenta de ella y la miraron fijamente.
- Huevona... -le dije a Miriam por teléfono, notablemente alterada- Roxi está mal, no sé qué le pasa...
Traté de alcanzarla con la vista. Encima mío el sol me derretía las pestañas. Roxana se perdió, sumergida en aquel pasaje.
- ¿Qué le pasa, Lili...?
Me acurruqué un poco más en la cabina telefónica.
- Ya te dije que no sé...
El cielo de febrero era azul y transparente. De manera que era fácil imaginarnos en la playa o en una situación más agradable.
Hubo una pausa en ambos lados de la línea telefónica.
Inserté otra moneda. Me puse sentimental.
- Vamos, Miriam... necesito verte...
Miriam aflojó. Por lo general no le gustaba que yo vaya hasta su departamento, el cual compartía con su hermano (una docena de veces mayor y más lista que ella) en uno de esos edificios enormes de Las Torres de Limatambo, que parece una ciudad entera del mismo color: básicamente rojo y anaranjado...
- Está bien. Espérenme allí. Espérenme nada más un par de minutos... -Arguyó Miriam.
Colgué el aparato y aminoré el paso conforme fui avanzando; guardé en mi bolsillo un par de monedas. Desde Breña hasta Las Torres de Limatambo había, digamos, cierto espacio que ocupaba tiempo. Y yo, durante aquel verano, recuerdo que usé un par de pantalones tipo jean muy delgados y de colores chillones.
Busqué a Roxana a mi alrededor.
- ¿Dónde estabas?
- Aquí estaba, Lili... ¿dónde más?
Roxana llevaba un canuto prendido entre sus dedos. Me lo pasó después de fumar un buen rato, y en seguida le dije:
- Hace demasiado calor, ¿verdad?
Y ahora que lo pienso, debe haber sido una pregunta muy estúpida, porque Roxana me miró con una cara de demonio que pocas veces se la he visto impregnada.
- ¿Y tú qué crees?
Aquello me provocó mucha pena.
Le propiné un par de besos. Uno en la frente, y otro en la mejilla. Se le veía con tantas ganas de largarse y de dejar todos sus problemas sembrados en la tierra, allí, tras una cancha de fútbol, en un inhóspito lugar en Las Torres de Limatambo; y me volví a apoyar en la pared, junto a ella, y seguí fumando.
- Lili, no sé qué hacer -susurró-. No tengo ideas...
- Así pasa, así pasa a veces... -Le aseguré.

Conocí a Droguerto un día plomo en el que, caminando de Polvos Azules al Estadio Nacional, comprendí que mi vida era lo suficientemente triste y solitaria como para asquearme al momento de estrechar un vínculo duradero con un punk de mala muerte que caminaba dando tumbos y compraba películas porno horribles. Le dije:
- Eh, ¡tú!
- ¿Me hablas a mí?
- Sí, ven...
- ¿Cómo?
- Ven, solo ven...
El punk movió su cabeza sonriéndole a la nada y diciendo:
- ¿Qué carajos quieres?
Era el año 2000 y la navidad estaba cerca.
- ¿No deseas fumar un poco?
Entonces acababa de caer la dictadura y en el centro de Lima (en la Plaza San Martín, en diversos parques de los alrededores) habían lemas y pintas y pancartas por todos lados. La gente lavaba la bandera. Había una enorme pared blanca de papel donde la gente podía escribir lo que le venía en gana.
Era el año 2000, y supuestamente nada volverían a ser lo de antes.
- Ya es Navidad.
- Odio diciembre.
- Qué es lo que vas a hacer ahora.
- ¿Cómo te llamas?
- ¿Es verdad que eres un punkeke más?
- No. ¿De dónde has sacado eso?
- Nos conocemos, te he visto en conciertos...
- Ja, ja, ja, ja. No, creo que te estás equivocado.
Fumamos mucho y luego tosemos, ambos tenemos los ojos rojos o estamos muy drogados y no nos damos cuenta de nada.
Así que caminamos por encima de la Vía Expresa.
- Oh, estoy muy drogado.
- Sí, yo también.
- ¿Sabes?, te he visto en Polvos Azules.
Hace demasiado calor en la ciudad.
- Sí, y yo te vi en el concierto de Inyectores.
- No. Yo sólo voy cuando toca Spicosis.
- ¿Te gusta el ska?
- No, me gusta el grunge.
- Es igual.
- Sí, sí.
- Como sea.
Caminamos un rato.
- Yo soy Lili.
- Y yo Droguerto.
El cielo es azul.
- ¿Y dónde es que vives, Droguerto?
- Cerca de aquí. En Arenales. En una habitación.
- Vives solo.
- ¿Cómo lo sabes?
- No sé. Yo hace tiempo vivo sola.
- Qué bueno.
- ¿Y tienes novia?
- ¿Eso qué importa?
- Era una pregunta al aire.
- Tenía.
En calor hacía que de las cejas de Droguerto corrieran gotas de sudor hasta llegar a sus labios. Tenía el pelo demasiado largo. Era de mal gusto. Se vestía de negro y daba mal aspecto. Yo llevaba un vestido largo, hindú, y juraba que me veía regia.
- Entonces vamos a mi departamento en Breña. Tengo más marihuana ahí.
Cambiamos de dirección. Ahora íbamos por mi ruta.
- Así que también vives sola.
- Así parece.
- Tus papás están fuera de Lima.
- Digamos que los maté, los cociné, y me los comí.
Droguerto sonrió.
- Qué bien.
- ¿Y qué pasó con tu novia?
- Mi ex.
- Sí, qué pasó con ella.
- Prefiero no hablar de eso ahora -susurró, luego de una breve pausa.
- Au. Entonces ¿fue duro?
- Un poco duro.
- ¿Y ella dónde está ahora?
- No lo sé.
- Jodiendo con otro, seguro.
- Es lo más probable.
- ¿Y ahora?
- Todavía te queda esa pava.
- Claro que sí.
- Necesito fumar.
Droguerto se estaciona dentro de una cabina telefónica y prende lo que queda del wiro.
- Uf, qué calor.
- Sí. Jmmm. Uhg, cock, cock.
- No te atores, por Dios. Vamos.
Droguerto se puso de varios colores y me miró de reojo mientras terminó de fumar aquella cosa. Yo paré un heladero y me compré un Donito. En seguida Droguerto me preguntó:
- ¿Qué es lo que vamos a hacer en tu depa?
- ¿Qué se supone que tenemos que hacer?
Fue cuando Droguerto me contó una historia muy pero muy estúpida acerca de un amigo suyo que, saliendo de la Universidad donde estudiaba, una noche (la misma noche de septiembre en que Jujimori anunció su renuncia por televisión) más o menos en la altura de la pared donde está escrito “¡Nelida Colán! ¡por el culo te la dan!” una chica parecida a mí, de aproximadamente mis mismas características, le había enseñado la teta derecha y le había extirpado un riñón en un telo de mala muerte, horas después.
Fue una historia que opté mejor por dejar pasar por alto.
- Mira, niño. No me importa si te cagas de miedo o no.
A la media hora ya estábamos en mi cama, fornicando.

Luego vi todos esos caracoles aplastados mientras Miriam se acercaba; en su pelo mojado aún se sentían las gotas de agua resbalar, y estaban todos estos asquerosos cadáveres esparcidos por la tierra, mientras Roxana aún tenía aquel varulo sostenido entre sus dedos, nos miraba mientras nosotras dos nos saludamos y nos dimos un par de besos calientes en las mejillas.
- ¿Qué sucede?
- Nada... -le dije, aunque en definitiva pasaba algo- Roxana y yo anoche terminamos bebiendo... -y lo decía porque anoche habíamos estado juntas y, efectivamente, habíamos estado bebiendo-. Creo que hay algo que no nos quiere contar... -aseguré.
Luego de un suspiro, proseguí:
- En realidad no tengo ni idea de lo que pasa... -Y es que estaba demasiado preocupada pensando en Miriam y en lo hermosa que era, mientras ella se enfrentaba el sol una mañana de febrero cualquiera después de un duchazo.- Bien, creo que eso es todo.
- Bueno... -dijo por fin Miriam.- ¿Qué hay, Roxi? -Finalizó.
Miriam era de contextura delgada y tal vez demasiado baja. El sol de la mañana nos caía en la cara.
Roxana, que estaba tan dispersa (casi en otro mundo) la miró por un segundo antes de darle una nueva pitada a su enorme varulo, y luego botó un montón de humo que quedó flotando en el aire antes de desaparecer. Luego se ajustó el pantalón que llevaba puesto y en donde se encontraban también colores fosforescentes.
Roxana hacía malabares, llevaba consigo cosas...
- Estoy embarazada -dijo por fin.
En cambio, Miriam llevaba un bolso, y en este bolso había una serie de cosas. También llevaba un polo delgado que hacían resaltar sus senos y su pelo, que por lo general se le veía amarillo, medio castaño. Pero entonces lo tenía negro, debido a que estaba húmedo y amarrado en una media cola.
Y en ese instante ella me miró. Yo deseé con todas mis fuerzas poder llevarla a una cama donde sacarle de a pocos la ropa.
- ¿Estás segura? -Le preguntó Miriam- ¿Estás completamente segura de ello?
Las tres permanecimos de pié, y miramos la canchita de fulbito despegar. Sujeté a Miriam por un segundo junto a mí y apoyé mi cabeza en su hombro.
Roxana reaccionó incómoda.
- ¡Maldita sea! -Gritó.
El edificio en el que nos encontrábamos apoyadas era rojo, como casi todos los demás. Y encima nuestro cada ventana traía algo especial. Un color diferente o una cortina distinta. Persianas, o cualquier otra cosa. En una de ellas logré divisar alguna colección de muñecas Barbie e innumerables ositos de felpa. Logré divisar un Garfield color rojo que no me interesó para nada.
Yo era muy joven aún, y no me cuestioné el destino de Roxana.
- Vamos por unas cervezas -gritó.
- ¿Tú crees?
- Sí. Vamos...
Miriam y yo la abrazamos.

Luego Droguerto me dice, pálido, con aquella barbilla incipiente, que lo disculpe, que no quiso hacerlo. Se le ve confundido y abochornado. Tiene el cabello revuelto por todos lados y de su pecho cuelga una especie de medalla de primera comunión plateada. Está completamente desnudo, y su miembro es una especie de gusano adolorido.
Droguerto dice que estuvo muy bueno y que por eso pasó lo que pasó. Que estaba muy excitado y que no pudo más. Que está un poco confundido, también, por todo. Por el día. Por el calor en la habitación, por lo cerca que está la Navidad. Que nunca se imaginó conocerme y que, de alguna manera, se siente afortunado.
Droguerto prepara algo para comer y yo me siento en calzón a observar. No sabe manejar la cocina ni las sartenes, y piensa que los macarrones con queso son una especie de sopa amarillenta. Pero yo solo recuerdo los momentos previos, cuando, metidos en la cama y con aquellas ideas en la cabeza, Droguerto me quitó la ropa y me empezó a lamer la entrepierna.
- Bueno, Droguer, ya fue.
- ¿Qué cosa? ¿Los macarrones?
Mi habitación estaba hecha un desastre.
- Sí, olvida ya esa porquería.
Nos echamos otra vez en la cama.
Droguerto, entre confundido y aliviado, me pregunta:
- ¿Tú me quieres?
- No.
¿Por qué habría elegido yo un punkeke de mala muerte?
Pensé en los lugares donde me lo pude haber encontrado antes: en Quilca, en el Averno, en un concierto en Jesús María...
- No.
Yo misma me noté una voz firme, demasiado fría.
- No te hagas ideas estúpidas en la cabeza.
Droguerto dio vueltas alrededor de mi habitación, como mareado.
- Oye, Droguer, no te preocupes...
- ¿Preocuparme por qué?
- Ya sabes...
Habíamos estado en mi cama, fornicando, cuando Droguerto me había cogido de las tetas y las había estrujado en contra suyo. Las había lamido y luego había cogido mi calzón, húmedo, y se había deshecho de él. Fue cuando empezó a lamerme la vagina y yo me salí de control, muy excitada por todo.
- Vamos...
- Nunca fui bueno, en la cama. ¿Sabes?
- Eso no importa.
Pero sí importaba.
- Mierda. Haz lo que quieras, tío.
- No me trates de tío que no te queda.
- Jódete.
Droguerto se había bajado los pantalones, su calzoncillo (que logré notar amarillo) era de niño tonto. Suspiré.
- ¿Qué sucede?
- Nada, nada...
- ¿No que tenías más hierba aquí?
- Te mentí.
- ¿Tienes condón? -Le pregunté, cuando estábamos en la cama.
- ¿Por qué habría yo de tener uno?
- Puta madre. ¿Y ahora?
Me fijé en el erecto pene de Droguerto. Era una cosa flácida y marrón. Yo estaba con las piernas abiertas y esperaba ansiosa esa penetración que se alargaba. Podía oler el rumor de mi vagina.
- No podemos tirar sin condón.
- Es una mierda.
Aguardé unos instantes.
- Okey, lámeme.
Y Droguerto me hizo la sopa.

En el local dentro de Las Torres de Limatambo (sucio, bullicioso) donde Roxana, Miriam y yo conversamos, ponen música que es Nueva Ola durante toda la tarde. Cerca de las seis, nosotras sostenemos con fuerza vasos de cerveza helada mientras alrededor nuestro hay viejos tíos de cabelleras hundidas y voces estereofónicas que por momentos hablan de Roxana y de Miriam como si fueran valiosas piezas de sexo (a pesar de su mal aspecto, y el sol, ¿o es precisamente por sus ojeras y por su piel blanca y resinosa?) y solo después de breves minutos de desconcierto e intoxicación, reconozco entre conversaciones absurdas la voz gangosa de César Hichicaua que sale del viejo aparato del tipo que en este instante atiende la mesa y se ríe.
Yo, mientras tanto, les digo a Roxana y a Miriam que todo va bien, que de seguro son Los Doltons y que ciertamente estamos a salvo en un lugar como este.
- Pero qué lugar tan horrible -balbucea Roxana, mientras sorbe otra vez su vaso y nos mira.
Miriam ríe, y después de eso me lanza una de aquellas miradas que me ponen la piel de gallina y tengo que cruzar las piernas y esperar.
Luego, Roxana agrega:
- Tú no lo sabías, Lili -señalándome, con uno de los dedos que mantiene firmes mientras bebe su cerveza helada y fuma-. Pero yo tenía mucho frío, demasiado frío -eructa, despidiendo una bola de humo por su boca, y otra vez balbucea- y estaba con resaca... -se tambalea, hace un par de movimientos y después se cae- estaba terriblemente mal a eso de las cinco y media de la mañana -me dice-, la única maldita hora en todo el día donde los vientos huracanados del sur se cuelan hasta llegar a la ventana de tu segundo piso en Breña... -Miriam y yo nos miramos, aguardamos con los ojos muy abiertos, y después Roxana nos hace temblar- Pensé que habría un ventilador, ya sabes, en tu sala, o en tu cocina, o en el comedor de tu casa, en fin... en alguna parte, pero no, ¡no había nada! -Aguarda un segundo, y después continúa.- Me levanté del piso como pude, Dios mío, no era la primera vez que pasaba la noche fuera de casa, pero tenía esa sensación...
Hay un segundo de completo y absurdo silencio en la que todos en el local aguardan inmóviles. Miriam sonríe lo más que puede y se ríe. Yo coloco mi mano sobre una de sus piernas. Roxana sujeta aquella papelina llena de cocaína y se la lleva al baño de prisa.
¿Estaría incómoda?
Le pregunté a Miriam si ella tendría sexo con nosotras.
Miriam rió:
- ¡Pero qué dices Lili!-retirando mi mano.- Me estás jodiendo, ¿verdad?
Pensé un segundo en ello.
- No... -le dije- ¡eres tú la que me está jodiendo!
Intenté estamparle un beso, pero eso no funcionó.
Pude sentir bien que algunos de los tíos volteaban a mirar la escena conmovidos. Podía ver ese brillo en los ojos castaños de Miriam. Me erguí.
Escabullí mis dedos dentro de su faldita veraniega.
- No llevas calzón... -murmuré-, eres un zorra.
Miriam me enseñó sus dientes completamente blancos. Cruzó ambas piernas y esperó a que Roxana regresara por lo que quedaba de cerveza.
- El último sorbo siempre es el peor -increpé.
Entonces me puse a hablarles de sexo y les recordé aquella vez cuando estábamos viendo películas mientras caían bombas en Sarajevo. Ambas me miraron extrañadas. Roxana dijo en voz alta:
- Oye, Miriam, creo que tu amiguita se me está insinuando.
A lo que Miriam dijo:
- No me digas nada. Yo ni siquiera llevo bragas.
No me gustaba la idea, pero estaba ebria hasta la médula. Así que solo me digné a pensar en aquella palabra: bragas. Braguitas. Bragueta. Ansiaba comerme a Miriam. Definitivamente ansiaba tocarla. Y mojar mi cara en su vagina peluda. Sí. Ansiaba sobretodo eso, lamerla. Lamerla toda. Y pensaba en ello mientras veía a Roxana (aquella chica de pequeña estatura, ojos verdes y azules, y pelo pintado de rojo) pagar algunas de las cervezas y tambalearse ante la estupefacción y la cara de todos aquellos tipos atónitos y viejos borrachos de las Torres de Limatambo al oscurecer. Y me sentía en la más mínima expresión. Obsesionada. Me daba asco a mí misma, mientras caminábamos entre aquellos edificios altos por la noche, y mientras Roxana (fuera de sí, completamente fuera de sí) prendía un cigarrillo tras otro. Y los encadenaba. Y por momentos prendía gordos canutos de marihuana riposa que todas fumábamos porque estábamos ebrias, cansadas del sol de febrero, del calor del verano de 1998, del Fenómeno de el Niño y todo ese rollo. Porque ella (Roxana) iba a ser madre. Y había decidido no abortar. Y encima, había logrado mantenerse de pié todo este tiempo, sin tropezarse ni una sola vez en el camino, en la vereda de las Torres de Limatambo. Roxana era fuerte, decidida. Roxana se aventuraba.
Pero yo no.
Yo estaba enamorada de Miriam (¿o eso nunca sucedió?) pensando que ella cada minuto del día. Imaginando que íbamos a ser felices. Que viviríamos en aquella estúpida casa de campo, fuera de los dominios de las Torres de Limatambo de noche. Y ella sería poeta (o lo que quisiera ser) y yo sería socialista o feminista o trabajaría en una ONG dedicada a cosas importantes, como la familia peruana, o los derechos del ama de casa, antes de usar una prótesis al momento de hacer el amor con ella.
Roxana nos hizo una de aquellas bromas extrañas.
- Hay que tomarle fotos a nuestras peludas vaginas, vamos. Qué dicen.
- ¿Ustedes creen que alguno de estos tíos quiera tomarle fotos a nuestras peludas vaginas?
- No lo sé. ¿Estarán muy peludas?
- Pero qué dicen -agregó Roxana, luego de un prolongado silencio.
- Habría que preguntarles -sugerí.
Nos ocultamos debajo de unas escaleras y el humo.
- ¡Eh! ¡Miriam! ¡Vamos!
- ¿Qué? ¿A dónde?
- Mmm, vamos a mi casa.
- ¡A tú casa! ¡Qué!
- Sí, vamos... Breña no está muy lejos.
Miriam rió:
- Estás loca.
Esperé un par de minutos. Todo me daba vueltas.
- Roxana, ¡vamos! -grité.
- ¿A dónde, Lili? -respondió, minutos más tarde.
- A mi casa, vamos...
Hubo unos segundos congelados donde ambas, Miriam y yo desesperadamente nos tomamos de la mano y nos miramos.
- Y en tu casa... en Breña... ¿hay algo?
- ¿Algo como qué? ¿De beber?
- Sí... Lili, ¿hay algo qué beber?
Miré a Miriam. Ella me apretó más fuerte la mano. Me apoyé contra la pared rojiza de uno de los edificios urbanos dentro las Torres de Limatambo. Y de pronto pensé en eso y le dije:
- Sí, definitivamente quedará algo de vodka de anoche, estoy casi segura.
Roxana estaba sentada en la vereda a los pies de un edificio. La gente que pasaba por ahí nos miraba. Y Roxana se encontraba agazapada, cubierta por la oscuridad de la noche.
Miriam me miró.
Yo lancé varias miradas al cielo, cubierto de estrellas apenas visibles durante el día. De pronto, de alguno de aquellos departamentos salía música de moda. Miriam sonrió y yo hice lo mismo. Mentalmente nos pusimos a bailar.
Le susurré al oído:
- Vamos.
Miriam negó con la cabeza.
- No tengo ganas, Lili.
- Eh... ¿por qué no?
- No lo sé.
Miré a mi alrededor.
- Confía en mí. Vamos.
No me miraba a los ojos, Miriam tenía la cabeza gacha y no me miraba.
- Simplemente no tengo ganas.
La tensión subió de mis rodillas a mi cerebro, repleto de cocaína. Mis hormonas oscilaban. De pronto me encontraba frustrada.
- Lili, estoy ebria... -aseguró.
Movía su cabeza a ambos lados tratando de alcanzar algo de lucidez. De pronto estaba llorando. Gemía amargamente. Y Roxana también lloraba (o podía ser que llorara desde hacía días) y yo saqué de mi bolsillo un cigarrillo arrugado y me puse a fumar.

Droguerto terminó de hacerlo una vez que me corrí por tercera vez sin pausa. Me encontraba lamiéndome los dedos con los que sujetaba su cara a la altura de sus mejillas, con su cabeza hundida en mi entrepierna.
Finalmente, Droguerto se rehusó a seguir haciéndome la sopa.
- Quiero que tú me la chupes ahora, Lili.
Volví en mí y me tapé el cuerpo con las sábanas. Tenía la cara estirada por los orgasmos y la vagina completamente mojada y dilatada. Me vi por el espejo con los ojos chinos y el pelo amotinado.
- No. Droguer, ahora no.
Droguerto paseó su desnuda existencia por todo mi departamento.
- Vamos, ven.
Su pene estaba grande. Había crecido considerablemente y tenía mechones de pelo marrón por doquier. Fue entonces cuando lo miré a la cara por primera vez y me di cuenta que Droguerto, a pesar de su tez oscura, tenía los ojos verdes y el pelo castaño.
- Quiero que me la metas.
- Entonces, tienes condones.
- No -balbuceé-, pero me la puedes meter por detrás.
Droguerto lanzó una carcajada.
- ¿Hablas en serio?
Tomé su falo erecto entre mis manos. Droguerto se echó en la cama. Se la empecé a chupar hasta que se puso dura y luego tomé un pomo de vaselina (de la mesa de noche a la sala de estar) y se la unté y le dije que lo hiciera.
- Ten cuidado. Si lo haces mal te golpeo.
Me eché boca abajo. En seguida Droguerto se echó encima mío. Fue entonces cuando gimió un poco, quizá por el dolor, por el raspón inicial del pene del que tanto hablan, y luego empezó a moverse compulsivamente sin que yo sintiera nada. Finalmente Droguerto eyaculó y sentí su sucio semen esparcido entre mis nalgas.
Ni siquiera me la había metido.

- Pero qué les pasa, chicas, por Dios.
Después de varios minutos (en los cuales escupí, sentí rabia, y lloré) Roxana balbuceó con la voz entrecortada:
- No soporto más esto -sacudiendo fuertemente su cabeza-. Me voy a casa.
Miré a mi alrededor. Mi cerebro aplicó una enorme dosis de adrenalina que me devolvió parcialmente a la lucidez.
- ¿Dónde es que vives? -le pregunté, interesada en el taxi y en las posibilidades de que me jale.
- En Salamanca.
Roxana se puso de pié, tambaleante. Sacudió su pantalón viejo y desgastado. Había pasado como una hora. Miriam y Roxana se miraron largo rato. Luego se abrazaron.
Yo me encontraba allí circunstancialmente.
- Bueno, creo que yo mejor me voy.
Caminé un par de metros y esperé a que terminaran de hablar. Miriam y Roxana intercambiaban una serie de oraciones. Se abrazaban, se tomaban de las manos. Lloraban. Se volvieron a besar. En la frente, en las mejillas. Conque la cosa se puso extraña y yo me fui.
- ¡Lili!
- ¿Qué pasó?
Había salido ya de las Torres de Limatambo. Era medianoche.
- Te jalo por allí, ¿qué dices?
- Me parece bien.
- ¿Y tú? -Preguntó Roxana- ¿qué vas a hacer, Miriam?
- No sé, ¿qué hay?
Ambas me miraron.
- Miriam, ¿vas a seguir chupando? -le pregunté.
- Sí... Puede ser, puede ser.
Enmudecí.
- No te pareció suficiente.
- Bueno -balbuceó-, es eso o quedarme aquí ¿verdad?
Roxana detuvo un taxi.
- Vengan, las dejaré botadas por ahí.
La situación de Roxana era jodida. Pero aún así, prendió un enorme y verde canuto en el taxi.

Pasé ese año nuevo jugando un asqueroso juego de computadora con el cual me envicié. El fin de año me la trae floja. Toda la noche fueron fuegos artificiales y pólvora. Gritos de chicas desconsoladas al llegar la medianoche y sujetos ebrios que cantan canciones criollas o melodías horribles al amanecer.
Droguerto me llama desde Asia y me desea un feliz año conmovido.
- Volveré mañana -me informa, pero eso también me la trae floja. No me la pone dura.
Vuelvo a reírme de la nada y continúo jugando PRINCE OF PERSIA mientras me termino de rascar la entrepierna. El deseo de un futuro mejor pasa por mi cabeza cuando escucho que son por fin las doce.
Finalmente rebusco en mi habitación alguna que otra foto de Miriam (que ahora dice que se llama Illiary, eso lo supe la última vez que la llamé) y supongo que Droguerto me ama de la misma manera que yo la amé a ella. Y a mí no se me pone dura. Pienso en las veces que intentamos tener sexo, una gran mierda. Algo frustrante. Nunca había tenido sexo tan malo en mi vida. Y PRINCE OF PERSIA camina, lo escucho cada vez que da un paso o salta y no tiene ninguna expresión en el rostro. Viste un pantalón blanco, un chalequito rojo y un turbante azul. Tiene la piel marrón, como yo, y cada vez que juego PRINCE OF PERSIA él muere de distintas maneras. Es un juego tan sangriento. Desde la primera vez que lo jugué, siendo aún niña, consideré a PRINCE OF PERSIA una fiel copia de mi existencia. Con el tiempo somaticé esta idea y fui madurando. Cada año nuevo me parezco un poco más a él. Saltando o muriendo trágicamente en trampas terribles y jodidos caminos que alguien (no sé quién, quizá sea yo misma) dispone en mi camino. Puedo morir decapitada, mutilada, atrapada entre púas de metal gigantes, puedo morir quemada, agonizante, partida en dos por la mitad. Y pienso en la primera vez que hice el amor y en la primera vez que jugué PRINCE OF PERSIA. Fue en casa de una tía muy anciana (que, dicho sea de paso, en realidad no era mi tía, ni nada) y aún recuerdo el momento exacto cuando me indicó las teclas correctas con las que debía de jugar, y adaptarme. Droguerto me vuelve a llamar terriblemente angustiado durante el amanecer. La ciudad está desolada y mi computadora sigue encendida. Droguerto me pregunta que qué es precisamente lo que estoy haciendo y yo le digo que dormía, pero en realidad jugaba PRINCE OF PERSIA. Y él me dice, casi entre sollozos, que lo perdone, promete no volverme a molestar nunca más, jura que no nos volveremos a ver y cuelga. Yo sólo recuerdo la primera vez que intentamos tener sexo. Y pienso en ello. Luego me veo a mí misma en el espejo y noto mis ojeras, mis horribles tetas. Hay de esas pastillas Prozac por toda mi habitación. Mi escritorio está parcialmente cubierto con ropa usada. A Nélida Colán también le gusta que le den por el culo. Le gusta casi tanto como a mí. Y de seguro a PRINCE OF PERSIA también.

Una tarde de sol de 1998, cerca a Marzo o Abril, o Mayo, caminamos alegremente por una playa lejos de Lima, en La Punta. Terminaba el verano y Miriam y yo anduvimos un largo trecho agazapadas, mirando a los bañistas incautos y a los pescadores de peces muertos en el fondo del océano. Una larga lista de cosas pasaban por mi cabeza aquella tarde de sol, de playa y de piedras hostiles. Piedras que nos acompañaban de lejos y de cerca, debajo de nuestros adoloridos pies mientras nos bañábamos en un mar helado y nos besábamos.
Siempre consideré a Miriam hermosa. Mucho más bonita que yo: de tetas caídas, y pequeñas, de piel oscura, de caderas mal formadas y estrías. Y cuando estaba con ella no podía hacer otra cosa sino pensar en lo hermosa que era, en lo suave, en lo cuidada que estaba su piel, etc. Conque contemplamos el día y el sol. Nos metemos al mar unas tres veces y bebemos cervezas en lata. Comemos el pan que compramos con anticipación en un supermercado de la capital... Luego se hace tarde y el crepúsculo nos encuentra escondiéndonos del viento. En la punta redonda del malecón, donde se ven claramente aquellas islas y el cielo, enorme, de colores cálidos.
Cenamos cuando se hace de noche en un restaurante donde nos cobran veinticinco soles por una jalea para dos que no vale la pena. Y seguimos bebiendo cerveza. Nos largamos a un HOSTAL cerca al Callao que no nos dice nada nunca, de habitaciones más o menos baratas, de tina y baños limpios e incluso podemos llevar algo de comer.
Conque prendemos el televisor y nos peleamos. No recuerdo muy bien de qué peleamos aquella vez, pero peleamos. Lo que sí recuerdo bien son todas las demás peleas, discusiones, arrebatos de pasión estúpidos, peleas sin importancia y peleas importantes. Peleas que no recuerdo como la del HOSTAL, o aquella vez que le hice un lío por hablar con una mujer vieja sin bikini, que resultó ser su tía, o su abuela, o algo por el estilo. Y no recuerdo bien qué pasó después, pero la televisión estaba prendida y teníamos canales pornos, donde una tía gorda y asquerosa se la mamaba a un tío realmente muy bueno y de enormes atributos que se corría con especial rapidez. Y la mujer gorda se tragaba su semen como si fuera miel de abeja blanca, y era algo que realmente no quería ver, pero lo hacía, sólo por molestar, o porque simplemente no había nada más que ver en otro canal. Y a parte, siempre me ha interesado la industria del porno y todo eso, bla, bla, bla...
Pero la cuestión es que Miriam se duchaba, y yo veía aquella película porno sin interesarme por nada en el mundo. Y me eché en la cama, me desnudé, me cubrí con las sábanas frescas. Ardería por otra noche de placer, pensé, pero ya es tarde. Es demasiado tarde. Y el sexo es siempre lo de menos. Lo importante es la necesidad con que requieres a otra persona y la complacencia con la que ésta se entrega a ti. Y esa noche (quizá por inercia, o por amor, o porque ya no podíamos seguir así) Miriam me prestó por unos minutos más su cuerpo bronceado, completamente desnudo, y fresco después de una ducha de agua fría. Se metió en la cama, con las luces aún apagas, y la luz del televisor encima nuestro. Entonces no dejé de tocarla, de comerle sus senos, su ombligo y su vagina hasta después de un rato, cuando por fin nos corrimos rápido, nos besamos, y no volvimos a estar juntas nunca más.

III.- Algunos momentos en la vida de Gustavo Petrovich

Prendo aquel pedazo de wiro agazapado en el baño de la Universidad donde estudio, pensando como un degenerado, mientras alrededor mío mi cerebro intranquilo hilvana imágenes de mí mismo en esta misma posición. Algunas veces prometí no volver a arriesgarme estúpidamente por nada en el mundo. Pero el olor de aquella marihuana riposa llega a mis pulmones consternada, contemplando el humo que nace y desaparece a unos centímetros en frente mío. Y este mismo humo llega a mis pulmones mientras doy un par de pitadas y succiono. Observo con el rabillo del ojo la puerta y la ventana (por allí el día no alumbra ya nada) y es casi de noche.
Me encierro en el único baño de la facultad y fumo. Para soportar el dolor (¿?) y la paranoia de estar, la paranoia de existir, y de estudiar. Antes de oler a mis compañeros de clase adictos al alcohol los viernes por la tarde, pero cuando salgo del cubículo donde me quemé hasta la punta de los dedos todo está quieto y sumergido en una especie de bruma incandescente que huele a marihuana riposa. Y pienso entonces que todo está mal, que no es conveniente, que no debería ser así.
Por el lavatorio me miro en el espejo y tengo los ojos rojos, inyectados de sangre (contemplo cuidadosamente mi camisa a cuadros y lo demás) mientras sorbo un poco de agua entre mis manos y bebo. Ni siquiera puedo escupir bien. Pronto ya no quedará nada, pienso, el constante pasar de los días en un mundo terrible y de oídos sordos. Muy pronto caeré otra vez en las imperceptibles garras de la cocaína, y por la noche me cubriré de sábanas negras. Nadie podrá controlar mis sentimientos (¿?).
Dejo atrás el baño.

Diciembre 2000 5.32pm
Decido ir donde Lucciana pero luego no. Luego decido que en definitiva es lo mejor, y cuando me subo al micro que me llevará a donde ella vive con su madre durante las vacaciones, un edificio alto en el cruce de Velasco Astete con Benavides, me entra un pánico atroz y no puedo.
Es verano.
No puedo hacerlo. Las pistas están iluminadas con luz extraña, luz de diciembre. Luz propia de California. Terrible luz devoradora. Inmensa habilidad para molestarme injustamente si es que toco el timbre y nadie me contesta. Pero eso no sucede. Simplemente no lo intento. Tristemente, no es culpa mía. No es culpa de nadie. Y procesando pensamientos, que antes, que cuando vivía junto a mi casa, podía verla desnudarse poco a poco desde mi azotea sin que ella se diera cuenta (eso lo hacía a menudo, también hacía cosas peores). Porque cuando Lucciana dormía a unos metros de mi casa, yo alcanzaba a mirar sus sueños proyectados en el techo de mi habitación.
Era difícil de explicar entonces, pero ahora, usando un poco de imaginación, es muy fácil. Me obsesioné con su imagen. Porque, el mundo está lleno de imágenes ¿o me equivoco?. A unos metros de mí, ahora, la Feria Navideña del Trigal en sus últimos días luce alborotada. Hay un millón de personas allí. Siento un vacío estremecedor. Conque me canso de esperar, decido tomar un micro, y me voy.
Ya es tarde.
Pero en el micro me voy cuenta que no traigo mi billetera conmigo. Así que me bajo lo antes que puedo frente a la Universidad Ricardo Palma. Y cruzo la pista y descanso en un parque antes de pensar qué hacer. Caminar. Camino largo. Insurrecto.
Mucha flojera.
Si Lucciana viviera cerca a mí este verano, también podría encontrármela caminando mientras va a clases por la tarde. Podría conocerla por segunda vez si supiera encontrármela de nuevo caminando por el parque con sus amigas. Yo nada más escuchaba a Sabina en mi walkman negro, y Lucciana vestía una camisa blanca y una chompa negra, y una chalina crema y un jean oscuro con un cinturón también crema.
Encuentro mi billetera en un bolsillo que no sabía que existía en mi ropa de baño negra, que a veces incluso uso hasta para dormir por la noche. Así que tomo un micro, y me voy.
Me siento en una banca una vez que he bajado del micro y camino un poco. Llego hasta allí y me siento y luego fumo (tengo algunos cigarrillos en una latita pintada de negro, con figuritas extrañas) y pienso de nuevo en que lo que me ha sucedido hasta ahora es estúpido, muy estúpido, y también pienso en Lucciana, que según parece no quiere saber nada más de mí (o de Marcel) o de alguno de nosotros por algún tiempo. Y mirando al cielo me pregunto si fue Walter quien la asustó, o si fue Marc, pero no me pregunto si fui yo, porque eso no puede ser. Y luego me cuestiono de la misma manera si es que Lucciana en algún momento supo que las cosas eran así, o si lo había sospechado desde antes incluso de habernos conocido. Y aunque dudo que ella sospeche algo, estoy completamente seguro de que ahora hay suficiente distancia física y mental entre los dos. Al final, parado a unas cuantas cuadras en mi casa, mirando el asfalto y fumando un cigarrillo con tristeza, alguien me pregunta:
- ¿Qué haces?
Tomás estaba parado en frente mío con su mochila y su short largo color negro. Luego me mira a los ojos y me dice:
- ¿Estas fumado?
Trastabillé.
- ¿Qué sucede?
Tomás aguarda un segundo y dice:
- ¿Qué estás haciendo?
Cuestiono si lo que quiere mi hermano es ser es sagaz.
- He estado parado aquí, pensando.
Le doy una calada más al cigarrillo entre mis dedos y Tomás voltea y mira a mi alrededor mientras lo carros pasan en forma contradictoria, pendiente de mis ojos.
- ¿Y por qué estás así?
- ¿Cómo?
- Así, no lo sé.
- ¿Qué?
Tomás cambia de dirección su mirada y cierra la boca.
- Estoy triste -digo, pero es nada más por decir algo.
- ¿Y por qué estas así? -Pregunta mi hermano, unos minutos después.
Me mantengo callado unos instantes.
- Tengo dieciséis años, tú también estarías triste si tuvieras dieciséis años.
- Sí. Tienes razón.
Y cuando la luz del semáforo cambia a roja, mi hermano Tomás y yo avanzamos y caminamos algunas cuantas cuadras sin decir una sola palabra hasta llegar a casa.

Las gotas que caen por mi ventana son como pequeñas estrellas transparentes que chocan en contra mío. Termina enero y observo a través de mi ventana un amanecer extraño. No sabría cómo describirlo. Walter se pone de pié tambaleante (intentando prender otro cigarrillo) y ahora Walter, quien ha terminado de ponerse de pié y lleva una venda pegada en la cabeza, golpea afablemente mi espalda.
- ¿Qué sucede? -Le pregunto.
Alrededor mío hay botellas de cerveza y ceniceros repletos de colillas fumadas. Los que llegaron aquella noche tuvieron que aguantarse con miedo una sonrisa narcótica en mi cara.
- Ya amaneció...
Marcel, Walter y Marc sostienen sus párpados azulados con vehemencia. Hemos intentado mantener el mismo ritmo loco de anoche. Es decir, el mismo ritmo loco de las once o de las doce, cuando las luces estaban prendidas y corría alrededor de nosotros un aire fresco asentado en mi cara. Y el amanecer...
La gente llegó cerca de las nueve. Malos augurios de parte de la Universidad a la que ingresé. Cuando vi mis resultados a la tarde, exclamé: “¿Y eso qué significa?”. Malas vibras de parte mía con respecto a mi familia. Había un aire denso en el ambiente.
Malas vibras de parte mía con respecto a los que se aparecieron en mi casa.
- Hola.
La cabeza me dio vueltas, había bebido desde la mañana y no me sentía bien. Hubiera preferido comer durante el almuerzo y comportarme como una persona normal, durante un día normal. Pero no podía. Cambié de música. Puse la banda sonora de Pulp Ficcion. Mi casa era invadida por la media luz. La media luz tan tenue, imperante en el lugar. Mi pelo largo y rizado caía por mis hombros, me fastidiaba mucho al momento de inhalar. Me fijé en la hora. Le lavé la cara. Me mojé el pelo. Ahora lo tenía amontonado en la espalda.
Melisa me abordó y dijo:
- ¡Gustavo! ¡Gustavo! Felicidades. Qué chévere que hayas ingresado.
Sonreí a la fuerza.
- Gracias...
- ¿Sabes que vamos a estar en la misma facultad, no?
- No. No lo sabía. -Negué con la cabeza.
Otra vez sentado en la mesa, destapamos un par de cervezas y le ofrecemos un poco a las chicas. Paula y sus amigas estaban muy atentas y aburridas de todo.
- Eso les pasa por venir a aprovecharse de la gente -susurré.
- ¿Las vas a dejar afuera? -Marc también susurraba.- No, no puede ser, estas loco...
Alguien, creo que Canuto, estalló de risa:
- ¡Ja, ja, ja!
Walter salió del baño.
- ¿Qué quieres? -le dije a Marc, mientras entraba en la cocina- ¿Quieres que las haga entrar donde está la diversión?
Minutos más tarde, sin que yo estuviera presente, Marc se puso de pié y empezó a hacer su trabajo. Cuando salí de la cocina, con vasos y sangría helada, lo intercepté.
- ¿Qué carajo haces?
Todos se han puesto de pié, sujetaban sus vasos y miraban fijamente la nada.
- Espacio.
Miré a ambos lados.
- ¿Espacio? ¿Para qué quieres espacio?
- ¡Para bailar!
Marcel lanzó una carcajada. Walter, quien se había inclinado, se paró en medio de la habitación encima de donde la gente supuestamente bailaría...
- ¿Qué te pasa? ¿Estás idiota?
Volví a poner las cosas en su sitio. Marc se sentó agotado. Cambié de música. Puse El salmón. Paula y sus amigas se habían acercado y me miraban atentamente desde la puerta.
- Ustedes -Hice un ademán estúpido y me reí.
Melisa, Cynthia y Canuto nos dieron el alcance mientras llevaba a Paula y sus amigas a la puerta. El cielo yacía negro encima nuestro. Todos coincidieron en que querían salir y comprar algo. Me parecía estupendo, claro que sí, les pregunté si tenían suficiente dinero a lo que Melisa me respondió que no había problema, y luego les pregunte desconcertado si es que ya se conocían todos y ambos extremos rieron estrepitosamente.
En la puerta el viento de invierno me congeló los huesos. Afuera, en la oscuridad de la noche y de mi cuadra, entre los árboles amarillentos y los postes de luz por la noche, entre la niebla que te ciega: un montón de sombras se formaron.
- Qué horror.
Cerré la puerta.
Ahora que lo pienso, todo debe haber sido paranoia mía. Otra vez en la sala, Janis Joplin grita. Los muchachos andamos muy animados, claro que sí. Todo va bien. Walter baila moviendo las piernas eléctricamente. Marcel y Marc se parten de la risa. Ya no suena El salmón por ningún lado. Obvio. Abro una ventana. Otra cerveza. Me muevo al ritmo de la música. Ahora las cosas andan bien. Sí, por supuesto. Claro que sí. Son las once de la noche y suena el timbre de mi casa. Hay fiesta. Pero yo no estoy dispuesto contestar. La noche sigue corriendo. Las veces en las que meto al baño suena Something going.
Alguien abre la puerta a mis espaldas. La verdad es que puede ser que yo esté delirando. Pero la mayoría son en realidad unos verdaderos hijos de puta. Un tipo, al que no conozco, o al que quizá no reconocí, está con una chica, y a la vez, esta chica está con otra chica a la que ella le habla solo con susurros al oído. Todos comen papitas con su cáscara, bañadas en sala a la huancaína que han servido en la mesa, en medio del jardín. Y también llega gente con nombres como: el Muerto, el Muphet, el gordo Manuel, Porongo, junto a más chicas: Verónica, Margarita, Yesenia, Carla... sin contar a Melisa y a Cynthia, por supuesto, y a ese otro sujeto, que no recuerdo bien su nombre pero que con seguridad en un rato recordaré...
La cosa es que Marc se anima y como que se le ha pasado un poco la mano con aquella cosa en el baño, y al instante siguiente ya ha reanudado su trabajo y ahora prende unas enormes luces bicolores sin que nadie le diga nada, y de pronto algunas parejas se ponen a bailar.
Walter me da de palmadas en la espalda.
- Buena voz... buena voz -no deja de balbucear.
Y Melisa, cansada de caminar, se ha sentado junto a mí y dice cosas como:
- ¿Qué tal?
Y yo respondo cosas como:
- Ahí...
Y ella sonríe afablemente.
Melisa huele como a Fuit Loops. Casi sin darme cuenta hago un flashback inmediato y vuelvo a tener siete años.
- Vamos a estudiar juntos -me dice.
- ¿Qué tan justos?
- Lo suficiente...
Melisa ríe. Es una risa estúpida. De chica tonta que acaba de ingresar a la Universidad (aunque el que acababa de ingresar era yo) y tengo el pelo muy largo, nadie me lo había cortado. No soy el prototipo de cachimbo.
Todas bailan. Marc suda frenéticamente. Walter se pone en guardia y de un salto atraviesa la sala y cambia la música otra vez por rock de los 60´s. Luego se pone a bailar moviendo las piernas eléctricamente. Las chicas regresan al jardín.
Todavía hay papitas con su cáscara y cremas. Lo suficiente como para toda la noche. Y, maldita sea, por la mañana se podrirán y toda la casa olerá a mierda.
- Así que vas a estar un año más avanzada que yo.
Melisa asintió.
- Así parece.
Me mantuve callado.
- Quién lo diría -solté, casi espontáneamente.
Marc va a la cocina. Bota a un par de zombis que fumaban marihuana alegremente. Pero eso estaba fuera del alcance visual de Melisa. Ella sonríe sin preocuparse por nada.
- ¡Malditos fumones! - escuché que gritaba Marc echándolos a patadas de mi cocina- ¡Maldita sea!
Melisa se pone de pie. Yo estoy ebrio.
- ¿A dónde vas? -Le pregunto.
Melisa se acomoda el jeans ajustado. Su pelo se ve casi negro entre la neblina y la luz de quisquillosos colores fosforescentes. De repente me di cuenta que yo apretaba los labios y estaba sudando.
- Ya vengo.
Empezaba la madrugada. Entonces todo se iría a la mierda. Eso pensé. La Hilacha, que vestía colorido y llevaba el pelo largo y anteojos, decía:
- ...he recibido un gran ímpetu e interés de parte de mi viejo, ¿sabes? y de mi vieja también...
Volví a renegar de todos una vez más.
- Malditos perros -susurré.
Entonces yo llevaba el pelo rizado, en aquella época, y este pelo rizado estaba muy amontonado encima de mi espalda, y vestía como beatnik y todo lo demás sonaba como el Honestidad Brutal pero sin las canciones melancólicas, que vendría a ser como el disco número tres de El salmón que ahora suena, y todo está tan quieto y es a la vez tan hermoso como ruin, y yo me veía a mí mismo tan joven...
Una chica viene y me pregunta por los demás discos de El salmón.
- Son cinco -le mostré-, como los dedos de una mano.
Le enseñé mi mano.
- Eso ya lo sé... Te estoy preguntando dónde es que están, quiero verlos...
- ¿Por qué? -Le pregunté, y en seguida-. Están por aquí...
- A ver...
Ella los miró detenidamente.
- Tengo más inéditos, si deseas...
- No. Quiero ver estos ahora.
- ¿Para qué? -Me reí.- ¿Te los vas a llevar?
Pausa.
- Qué tal imbésil... -susurró.
Me quedé mudo. Pedí que me alcanzaran el Deep Camboya. Se lo mostré.
- ¿Qué es esto?
- Es como un disco. ¿Sabes? Acaba de salir... Es como muy narcótico...
Ella emitió un sonido con la lengua. Un chasquido, pero con eco. Llevaba una falda hasta por los pies, un escote muy escotado, y zapatos de tacón alto.
Luego refunfuñó:
- Jmmm...
- Así es -cabeceé. Miré mi reloj, eran casi la una de la madrugada.
Pensé que había encontrado buena conversa, así que me reí y después me digné a hacer una mueca muy narcótica, muy coquera, mientras el otro tipo, que acompañaba al grupo de la Hilacha, estaba parado en frente mío, y también contemplaba algunos discos con ella y susurraba.
Luego vi el Deep Camboya entre sus manos.
- ¿Quieres escucharlo?
- No.
Hubo una pausa.
- ¿Entonces qué quieres?
- Quiero saber dónde lo haz conseguido.
- En Internet.
- Ya veo. Pero ¿en dónde?
- Creo que es... especiesquedesaparecen. com. ar... Una mierda así, algo por el estilo.
- ¿www.especiesquedesaparecen.com.ar?
- Creo que sí.
- No. -Intervino Marcel, haciéndome a un lado-. Ha cambiado, ahora es www.calamaropuntocom.com
- ¿Estás seguro?
- Sí.
- ¿Seguro?
- Creo que sí.
- Entonces debe ser ése.
La chica y el otro tipo se quedaron mirándome atentos.
- ¿Ustedes cómo se llaman?... O mejor dicho... ¿Qué es lo que hacen aquí?
Era una pregunta clara. Transparente, casi brillaba. Era cristalina. Ambos se miraron mutuamente, sin mucho interés.
- Vinimos con él -señalaron a la Hilacha.
- Ese concha... -exclamé, lírico-. Creo que voy a vomitar.
Eran efectos del alcohol.
- Ya me lo imaginaba... -dijo Marcel, y en seguida- ¿quieren escuchar el disco, verdad?
Ambos negaron con la cabeza.
- Es igual.
Mientras colocamos el disco sonriendo pensamos que poner eso en una fiesta así era como decirles a todos que la cordura se acabó, porque, o estás en su película o estás en la mía. Y la chica, que se llamaba Lili, a pesar de todo, sonrió a medias con algunas de las mejores canciones del Deep Camboya: pura psicosis anfetamínica. Y Diego, el otro tipo, ni se inmutó. Nosotros nos reímos, y por alguna razón el baño permaneció ocupado desde tempranas horas de la noche.
Por un segundo pensé que iba a quedarme dormido pero cuando otro tipo del colegio, a quién no reconocí a primera vista, se sentó frente a mí y me saludó y empezó a hablar de una chica que se llamaba Karen y etc...
- Por favor, que alguien se lleve a este sujeto -imploré.
Marc, quien bailaba frenéticamente con una chica, volteó y me hizo una seña obscena con los dientes. Nadie se percató de ello. Por igual, nadie se llevó al sujeto.
- Maldita sea -susurré-, llévenselo antes que le parta la cabeza con un machete...
De entre la luz narcótica salió un tumulto de gente desorientada. El gordo Manuel fumaba cigarrillos sentado en un enorme sillón color rojo. Como pude, me escabullí hasta lograr insertarme por una ventana secreta al baño. Cuando salí de allí tenía la nariz entumecida. Era verano. La niebla llegó y tocó la superficie del agua en mi piscina.
La chica, Lili, se había sentado en mi sitio, frente a Marcel y a Walter, quienes se mantenían quietos y agazapados. Marc había traído consigo un montón de anticuchos y picarones calientes que se había tragado sin masticar.
- Tú hermano los hace -me comentó-, trae más antes de que se acabe -alcanzó a gritar entre la música demente de las dos de la mañana.
Walter y yo fuimos tras ellos. Tomás se había puesto un sombrero de chef y llevaba consigo un mandil que rezaba Kiss me please o Kiss the chef o algo por el estilo... Me paré y fui hasta donde salía el humo y el olor a comida. Pillé un par de platos y me senté frente a la parrilla a esperar. Alrededor mío. Uno de los chicos malos del colegio estaba ahogándose en mi piscina. Tuve unas ganas increíbles de erguirme con un solo pié y huir.
- Vamos, Gustavo, es tu hermano... qué digo... es tu fiesta... Como tu representante, te recomiendo que arrimes a toda esta gente de aquí y pidas tu parte...
A aquellas horas de la madrugada, con todo el alcohol circulando por mis venas, el rostro de mi hermano Tomás resplandecía en lo que parecía ser una parrilla eléctrica algo vieja, que había posicionado justo a un costado de la otra salida que tenía el interior de mi casa al jardín. Justo donde Marc había votado a los trastornados drogadictos que fumaban alegremente marihuana en mi casa. Una nube negra oscureció la noche.
- Vamos... vamos. Arrímense que hay para todos.
Walter pensó que íbamos a esperar para siempre.
- ¡Te digo que pidas nuestro anticuchos!
Vacilé un tanto, exterminé un par de ideas en mi cabeza.
- Está bien... está bien. Ya va.
Pateé el culo de unas cuantas chicas. Yesenia me miró enfadada. Me negué a patearle el trasero a Margarita. Luego Lili, otra vez ofuscada e inexplicablemente adelante mío, me miró con lo que parecía ser una perfecta cara de culo y dijo que el disco inédito estaba bueno, quiero decir, interesante... Pero como que le faltaba escuchar aún varias canciones del disco quíntuple. Así que no le dije nada y me limité a darle la razón.
- Claro que sí, por supuesto.
Tomás colocó algunos cuantos anticuchos en un pequeño platito de plástico. Esperó a que Lili se fuera. Un uruguayo, al que mis amigos y yo conocíamos tan solo como Uruguayo Sin Termo acompañaba a Tomás en la parrilla y reía bastante sujetando lo que parecía ser un brillante vaso de wiscky amarillo en las rocas. Me miró con una cara y una sonrisa medio retorcida y una barba incipiente.
- ¿Cómo te va, chico? Te felicito, eh.
Luego Tomás se negó a servirme papitas y anticuchos para mí y para mis amigos en platitos tan ridículos. Así que cogió lo que parecía ser un plato grande y me sirvió media docena de anticuchos al hilo. Uruguayo Sin Termo brindó por mi excelente puesto y mi sabiduría plena. Yo tartamudeé y me reí.
- Sabes que no es para tanto.
Uruguayo Sin Termo suspiró.
- Nunca es para tanto. ¿Has visto? Tu hermano es un genio -le dijo a Tomás-, tu hermano es lo más...
Lili me abordó sin mucho miramiento. Vi que el Canuto y su prima Yesenia discutían por algo. Luego vi que Lili y Canuto conversaban muy alegremente. Luego vi que Canuto y sus amigos se drogaban mucho en el baño, salían de allí todo tipo de sabores y olores.
Dieron las tres de la mañana. Era imposible seguir el ritmo loco de la noche. Marc estaba asustado sentado en el sillón, frenéticamente seguro de que la gente lo alucinaba demasiado.
- ¿Por qué la gente me alucina tanto? -Decía.- ¿Por qué la gente está tan loca?
Sonaba una canción que habíamos bajado recientemente de la red. Andrés Calamaro baila y dice “¡muerto el perro se acabó la rabia!” y en seguida hace combinaciones terminadas con INA: “codeína, anfetamina, carolina... propina, mina, cocaína fina, nicotina y alquitrán...”.
Un chico, al que algunos llamaban el Podri y otros llamaban Camilo, rescató al sujeto que se ahogaba muy drogado en mi piscina. Tomás, que estaba ocupado cocinando los anticuchos y picarones no se dio cuenta de nada. A pesar del esfuerzo sobrehumano de Marc, nadie había logrado acabarse las papas. Un chico, medio retrasado mental o muy pasado en Éxtasis, se le ocurrió la loca idea de regalarme un panetón, y exigía (como algo muy corriente y perfectamente normal) que lo abriera para comerlo entre todos. Marcel lo partió por la mitad.
- Este es para ustedes... y este para mí.
- No, broder... te digo que es para todos....
- Es igual.
El tipo del regalo comestible desapareció entre las sombras amoratadas antes de acabarse el panetón. Marc aulló diciendo que había visto un gato.
- ¡Es un gato! -gritó- ¡a atravesado la habitación de esquina a esquina y es negro!
De pronto todo olió a marihuana dulce. Al principio no le hicimos caso, pero Marc se enfureció de repente. Tenía la cara sucia de miel y migajas de panetón barato. Aulló. En un diente mal curado se había quedado atrapado un pedazo de fruta seca pintada de rojo.
- ¡Malditos hijos de puta!
El olor venía del segundo piso. Marc corrió de prisa. Pateando la puerta logramos alcanzarlo con dificultad. No era el segundo piso. Era el tercero. La habitación era desde hacía unos tres años aproximadamente, un depósito de basura. Nosotros no teníamos acceso al segundo piso, donde dormían mis padres con música ambiental, kilos de Xanax, y muchos tapones para los oídos. Walter llegó traspirado. Adentro, una orgía.
Lili, la Hilacha y otro tipo fumaban de lo lindo. Habían pintado líneas blancas en los espejos y habían tenido una orgía privada. La Hilacha, quien tenía un varulo prendido en una mano, se reincorporó de prisa.
- Hombre, sabes que no es lo que parece.
A Marc se le abultó una vena en la frente. Por su mirada pude suponer que la fiesta había terminado. No quise ver lo demás.
Marc estampó a la Hilacha contra la pared. Marcel miraba fijamente a Lili quien permanecía desnuda, muda y contemplándolo todo. El otro chico, que no recuerdo bien cómo se llamaba, se apresuró y se vistió con lo que pudo (cuando los interrumpimos, aún estaban desnudos, y la Hilacha practicaba sexo oral con él) y una vez listo, con un pantalón mal puesto, se abalanzó contra Marc.
Marcel alcanzó con una sola mano un bat de baseball. Walter buscó otras cosas más entre los estantes de madera podrida. Marcel derrumbó al tipo que trataba de privar a Marc. Un par de golpes inseguros en la cara. Con un mínimo de descuido, Walter yacía debajo de una cama giratoria. Había sangre por todas partes. Lili (entonces yo se veía fea y narizona, estaba completamente desnuda) continuaba muda y paralizada del todo.
Marc volvió a gritar. Sus ojos se salieron de las órbitas. La Hilacha vomitó. Con más razón, Marc y Marcel prosiguieron. Me incliné a auxiliar a Walter que sangraba. Habían lágrimas en su rostro. Lili inhaló un par de líneas más por medio de una cañita ante la incredulidad de mis ojos.
- ¡Qué carajo!
La Hilacha se desmayó.

FIN DE LA PRIMERA PARTE.
Intermedio.
Piano. Sonaba el piano. Sí. La vecina tocaba su piano, y lo hacía con mucha fuerza y delicadeza mientras yo despertaba ese sábado que no parecía sábado, pero que tras un mínimo de tiempo (que en realidad fueron tres horas) y una serie de pensamientos sin importancia, pude ponerme en guardia y susurrar que la nada, que la noche, que no estuvo tan malo (aunque en realidad había sido muy malo, demasiado malo) y una vez confirmada la quietud de aquel día, y habiendo comprobado que era ese día y no otro, me levante de la cama y me fui.

FIN DEL INTERMEDIO.
Segunda parte.
- ¿Qué carajo has hecho?
- Puta madre.
- ¡Se acabó! ¡Huevón! ¡Se acabó todo!
Era de madrugada en la azotea.
Y la única testigo que podría alegar algo en contra nuestra no dejaba de meterse líneas desesperadamente por su nariz, usando un pequeño pedazo de cañita encima de un espejo.
De inmediato pensé en comisarías, y de comisarías pasé a pensar en delegaciones, y de delegaciones pasé a pensar en laboratorios, y los laboratorios me hicieron recordar viejos exámenes de toxinas, y eso me hizo pensar que todos estábamos locos y en el mismo barco que se hundía.
- ¡Mierda! -Le grité a Lili- ¿Quieres dejar de hacer eso?
Walter lloraba. Decía que había perdido una pierna.
- He perdido una pierna -decía, entre quejidos- ¡no siento mi pierna!
Una voz en mi interior decía que con eso iba a aprender a dejar de hacer tantas tonterías. Pero la verdad es que no le creía nada a nadie y menos a esa vocecita tan estúpida que había en mi interior. Y por otro lado no podía dejar de estornudar, soy alérgico al polvo.
Habían pasado ya quince minutos desde que cesó la violencia en mi azotea. Parecía titular de periódico chicha. Y abajo la música y el trago habían hecho lenta la velada y había hecho que nadie se diera cuenta de nada. Hasta la luz pasó de ser tenue a rojiza. Todo había sucedido en la más completa oscuridad. Y todo aún olía mucho a sexo.
Walter pidió una calada.
- No amigo -dijo Lili-, ten esto. -Walter aspiró todo lo que pudo- Te quitará el dolor. Claro que sí. Ya no sentirás nada.
Diez minutos más tarde caminábamos por el techo suspirando. La ciudad y los alrededores en medio de la absoluta neblina. Era enero.
Temblábamos.
- No es para tanto -dijo Marcel.
- ¿Eso crees?
- Por favor... estaban fornicando en mi azotea. Es como para darles una paliza... por Dios...
- No.
Marc sudaba. Hacía un frío estremecedor. Marc llevaba apenas con un polo y una camisa de manga corta encima.
- Es que no lo entienden -agregó-, nadie mata a nadie así como así...
Lili, que estaba en ese momento con nosotros, hizo un sonido con los dientes:
- Oigan, vamos... yo hubiera hecho lo mismo... por favor. Nada más son un par de cabros, cualquier juez los ampararía en una situación así.
- ¿Qué? -Intervino Marc- ¿No has oído hablar del MHOL? Movimiento Homosexual de Lima... esos tíos van a saltar en una apenas escuchen las noticias por la mañana... ¡Y no van a necesitar que nadie los llame!... Van a...
- Tranquilízate Marc. Vamos, ¿de qué estás hablando? -Walter llevaba un trapo mojado en la cabeza de donde sangraba.- ¿De qué lado estás?
- Bueno, chicos, tranquilos... -dijo Lili-, lo primero es ver si de verdad están muertos...
Nos escabullimos del techo a la azotea, caminamos uno por uno hasta el cuarto que era un depósito. Toda una fila de cachivaches, incluyendo una cama portátil de acero puro de los años cincuentas que había caído encima de la cabeza de Walter, claro que ahora él ya no sentía nada...
- Tengo la cara como piedra -aseguró.
Caminamos hasta la habitación y prendimos la luz. Por primera vez vimos el desastre. La sangre de la Hilacha era negra, demasiado negra, y había salido por su boca, junto con un diente y saliva. Aparte de un fuerte moretón en la cara no tenía nada. Por otro lado, ni quiera sabíamos cómo el otro sujeto, Diego, se había desmayado. Ni siquiera tenía golpes claros, ni nada.
- ¿Nos están hueveando?
- ¡Puta madre! ¡Ya estuvo bueno! -Grité.
El chico, Diego, se despertó asustado (o quizá nunca se desmayó, ¿o estaría anémico?) no llevaba nada encima y su pecho era oscuro. Me percaté de una mancha de semen en la pared.
- Pero qué tal mierda -exclamé.
Apagamos la luz y nos fuimos. Le dejamos encargado a Lili que bajara el cuerpo, inerte o no, de la Hilacha. Y también le dijimos que no volviera a manchar la pared con semen o con algún otro fluido corporal. Le ordenamos que lo limpiaran todo, porque sino no conseguiríamos seguir con la fiesta en paz.
Del segundo piso bajé alcohol, curitas y una enorme venda para el pobre Walter, un poco de algodón y demás. Me fijé en mis padres, que dormían tal vez el sueño de los justos. Observé unas pastilla refrigeradas, buscaba gel o hielo para desinflamar los golpes de Walter. Había una que no recuerdo bien cómo se llamaba pero que contenía 2.5gr de clorhidrato de cincocaína. Me alarmé. ¿Qué hacía eso en mi casa? Leí las instrucciones. Vía: rectal.
Lo dejé a un lado.
Terminé en la cocina acumulando en una bolsita algo de hielo para el pobre Walter. Una vez que volví a la reunión, Lili, Canuto y Melisa estaban sentados en una misma mesita negra. Pregunté por la Hilacha y me dijeron que estaba arriba limpiándolo todo. Fui donde Walter, y él dijo:
- Uy, buena voz... justo lo que necesitaba...
Arrojó los hielos en un enorme vaso de ron.
- Gracias, Gustavo.
- Pero Walter. Te he traído los malditos hielos para tu cabeza.
Walter respiró: shhh, shhh...
- Con las vendas y el algodón estaré bien...
Me pregunté si la Hilacha y su amigo estarían en realidad limpiando la azotea. Una ola de adrenalina sacudió mi cuerpo. No me interesaré en averiguarlo, pensé.
Otra vez Melisa está junto a mí y huele a Fruit Loops. Le comento que yo comía esos aritos de colores cuando era niño. Le cuento que me fascinaban, que cuando tenía más o menos seis o siete años no podía estar tranquilo si esa cajita roja y aquel pajarraco horrible estaban cerca de mí, acechando...
Ella me preguntó:
- ¿Qué?
- Olvídalo.
Ambos hacíamos cola esperando más anticuchos.
- ¿Y cómo es que has estado últimamente? -me preguntó.
- Bien...
Hubo un silencio desastroso.
- ¿En serio?
- ¿Cómo debería estar, según tú?
- No lo sé... -dijo Melisa, mirando el cielo negro- como yo: feliz, contenta, entretenida... Tal vez relajada, por haber ingresado a la Universidad...
- ¿Después de tanto tiempo? -Le increpé.
- Pero estuviste trabajando, ¿verdad?
- Sí. Eso creo.
Melisa me dirigió un ademán extraño. Su cuerpo y sus piernas se juntaron con las mías.
- ¿Qué sucede? -Me dijo.
- Nada.
- De repente te has puesto extraño.
- ¿Eso crees?
- Sí.
La Hilacha y su amigo bajaron las escaleras tranquilos. Miraron alrededor, la Hilacha parecía estar de lo más normal, herido y sin un diente, pero de lo más normal.
Dejaron la escoba y los trapos sucios junto a la escalera. Caminaron hasta donde estaba Lili y le enseñaron algo entre los dedos. Me pregunté si se estarían llevando algo de valor de la azotea.
- Oye.
- ¿Qué cosa?
Tomás y su amigo avisaban que no había más anticuchos para nadie y cerraron la parrilla.
- Es triste -opinó Melisa.
- ¿Quedarnos sin anticuchos?
- No -exclamó, soltando una risita- ...eso no.
- ¿Entonces?
- Es triste empezar clases.
Lo pensé.
- No es triste. Es odioso...
- En fin.
Uruguayo Sin Termo dijo que aún habían algunos anticuchos más para nosotros. Cerraron el bar. Ya no había más ron. Uruguayo Sin Termo dijo que aún habría algo de ron para nosotros. Poco a poco la gente fue abandonando la reunión..
Melisa comió un par de anticuchos más. Marc dormitaba pero aún sabía llevarse el vaso ron a la boca. Uruguayo Sin Termo se fue, y de un minuto a otro Melisa ya no estaba más en ningún lado. Entre los cuatro restantes, ya noqueados, ya inconscientes, tuvimos que agazaparnos abrazados y tuvimos que ver amanecer una vez más. La mañana. Terrible. Dolorosa e insípida.
Punzo cortante.
- Ya amaneció.
Miré a Walter en sueños.
Teníamos los ojos rojos y nuestras ojeras eran verdes y azuladas.
- Por favor, dime algo que no sepa...
El olor a podrido se apoderó de la casa. Las salsas que Tomás había metido al comedor eran ahora un bodrio de feria rural y carnaval polaco.
- Es mejor que nos vayamos -le dije a Marc, sacudiéndolo fuertemente- mis padres no deben tardar, ¡bajarán en cualquier momento!
- ¡Ya va! ¡OK! ¡Ya va!
Una última canción sonaba en la radio. Era AM. El programa se llamaba La Máquina del Tiempo, y duraría una eternidad más.
Marcel alcanzó a decir:
- ¡Asu! ¡Pero qué duro!
Lo intentamos cerca de media hora. Nadie podía mantenerse en pié. Sin embargo, todos avanzamos por el jardín hacia la puerta. El amanecer era frío, lleno de neblina. Le di mi encendedor a Walter. Pronto me di cuenta que no se trataba de un cigarrillo normal, sino que más bien era un enorme varulo blanco que todos fumamos sin excepción alguna, haciendo equilibro parados en un solo pié, aquella mañana soleada de verano.
Y dije:
- Esto es demasiado. -Antes de irme a volar a mi cama, medité un poco acerca de nada, y me fui a vomitar inconsciente del todo. Insatisfecho hasta conmigo mismo, con el cuerpo cortado, borracho y drogado.
Inapetente.
Una palanquita y mi cerebro quedó en Off.

Diciembre 2000 9.45pm
Hice algo de yoga, luego me tumbé en el piso aquella mañana en que me desperté rojo, irritado, con el pelo revuelto y la cara deshecha. Tenía dos ojeras pronunciadas que me dignaba a ocultar sujetando de la montura mis anteojos de sol negros durante el almuerzo. Y me desperté, aquella mañana de diciembre (mes negro, del 2000) a purificar mi espíritu con cuatro poses inútiles que había extraído de un diario local.
Di un salto del suelo a la profundidad de mi recámara. Le eché un ojo a la hora. Ya era mediodía. Afuera ni rastro de sol, o de cielo azul, o de verano. Nada de nada. Es diciembre.
¿Y ahora qué?
No quería quedarme en casa sin hacer nada.
Salí con mi familia a comer a un restaurante cerca. Evité tocar la ensalada. Más que otra cosa, comí papas fritas, y luego tomé un helado de máquina en el KFC o algo por el estilo. Caminamos un poco por el Centro Comercial. Y me mantuve sin decir una palabra.
Mi hermano preguntó:
- ¿Qué te pasa?
- Nada. -Le respondí.
- ¿Por qué esa cara?
Yo sabía que lo único que querían era hacerme hablar. Lo único que querían era escucharme maldecir una vez más. Solo una vez más. (Lo que en realidad me pasaba era que me dolía el cuerpo y en el fondo sentía que era demasiado pronto para empezar el verano. Un rayo de luz atravesó mi cerebro en ese instante).
- Oye... di algo pues.
- ¿Cómo qué cosa?
Tomás planteaba algo.
- Lo que sea.
Abrí mi bocota, solté un bramido:
- Lo que sea. -carraspeé.
Otra vez en mi habitación, oculto tras la luz transparente de mi computadora, escribo algo. A las nueve y media de la noche apago mi computadora y guardo mis archivos en disquetes. Es sábado a la noche. Estaba a punto de quedarme dormido en la cocina cuando sonó el timbre.
Salgo a la calle a recibir a Walter. Me saluda y me dice cómo va todo.
- ¿Qué tal, Walter?
- Ahí pues, Gustavo.
- En fin, entra...
Subimos hasta mi habitación donde suena un concierto de Andrés Calamaro por todo el segundo piso. La luz que ilumina mi computadora y mi trabajo es muy tenue. Walter me pregunta si es que tengo algo para fumar a lo que yo le digo que no. Que estoy en nada. Pero tengo una par de cervezas abajo.
Lo que yo hago finalmente es tumbarme en mi cama mientras Walter lee con cierta tranquilidad fuera de este mundo aquella cosa que he escrito. Y yo tan solo escucho la voz gangosa de“Loco por ti” en la playa El silencio el año 1997. Y la respiración de Walter debido a su prominente catarro suena algo como shhh shhh shhh mientras mueve el mouse sin llegar a concentrarse del todo.
Finalmente Walter dice que no tiende muy bien quién es Guilder Aguilar Peña y qué es lo que tiene que ver con el señor Ramallo, y después de eso se levanta y se pone de pié con un pedazo de wiro en la mano, diciendo:
- Vamos al jardín.
Y luego se ríe, algo así como jo, jo, jo... por toda mi habitación.
En mi jardín miramos la luna reflejada en la pileta cuya agua hemos olvidado cambiar por años. La cañería es demasiado vieja y ya no circula suficiente líquido en ella, por lo que se ha llenado de distintas clases de musgo y algas verdes. Luce bien, si no se toma en cuenta que junto al patio, en la pared posterior, ha crecido una enredadera verde, mientras el suelo es por igual de piedras negras y además alrededor nuestro hay algunas sábilas y algunas plantas y algunas flores...
Prendí lo que era una especie de faro de luz amarilla muy potente.
- ¿Qué es de Marcel?
- No sé...
Walter le da un par de caladas a su pequeño pedazo de canuto y en seguida se atora. El patio se llena por un instante de humo. Walter me pasa la hierva envuelta en pegajoso papel de fumar embadurnado de THC. Un par de pitadas.
- Puta mare, Walter, mucho ruido haces...
- ¿Mucho?
- Sí.
Y después de unos instantes, una vez en la sala.
- ¿Gustavo, qué es de Lucciana?
Inmóvil, paralizado, mirando la luna reflejada en el agua podrida de mi patio. Me quedé mudo, como un idiota.
- Oye.
- ¿Qué?
- Te he preguntado algo.
- ¿Qué cosa?
Walter rió, tiró lo que sobraba de hierba entre sus dedos y se repuso, se estabilizó (por un segundo era como si fuera a caerse de bruces) y después de eso me miró fijamente a los ojos y me dijo:
- ¿La has visto?
- ¿A quién?
- ¡A Lucciana!
- Ah. No pues, no la he visto desde que se mudó.
Hubo una pausa.
- Mejor... -tarareó Walter.
- ¿Por qué?
Una vez adentro, Walter prende un cigarrillo sentado en un sillón de mi sala, que es verde, sosteniendo un cenicero que es una mosca gigante de bronce. Y Walter sostiene aquel insecto largo rato hasta que descubre que al levantar sus alas es como un cenicero, y deja aquella cosa a un lado mientras fuma su cigarrillo y bota la ceniza encima. Cocinamos huevo revuelto en una sartén y comemos algunas galletas de chocolate y cerveza, hasta que me llené de valor y después de pensarlo muy bien alcanzo a decir:
- Entiende que Lucciana conmigo sí pero no ¿manyas?
- ¿Qué?
Estábamos todavía en mi patio, terminando de fumar aquella pava, cuando Walter me dice:
- El huevo... y las galletas de chocolate, ¿sabes? Con la cerveza, como que no combina muy bien.
- Tienes toda la razón -argumenté.

Mayo 2003
Dejo atrás el baño y un tipo de verdad muy raro viene y me pregunta por mi cabello, que al parecer está más abultado de lo normal, y mis lentes, que siempre consideré seguros en caso de que alguien quisiera saber si mis ojos están rojos, resultan ahora un motivo más para preocuparme. Luego, este tipo que tiene una extraña manera de vestir se mete al baño, y otro tío de saco oscuro me mira con sus ojos fijos durante toda la clase y luego se pone de pié y se va al baño. Así que el día está por terminar, y algunos en la Universidad donde estudio empiezan a sospechar que soy adicto a la marihuana ponzoñosa que me venden en Magdalena a cincuenta centavos el canuto. Y me vuelvo loco, difuminado entre la ropa psicodélica que se ha puesto de moda (algo que la gente suele llamar: retro) y que es objeto de fascinación por chicas que muestran un poco de su pubis al caminar. Es terrible.
Y entonces suena el timbre y algunos de mis amigos alcohólicos y soñadores me convencen para ir a beber. Y salen las cervezas, y las chicas de pubis y vientres angelicales son de verdad muy extrañas y beben y fuman, y por lo pronto no son muy diferentes a mí, y yo no soy muy diferente a los demás, hasta que voy al baño de la chingana horrible donde me encuentro pasándola bien y fumo, imaginando dentro de mí alguna canción loca e inédita de Andrés Calamaro que dice “Son las siete y la tarde promete...” mientras me imagino a mis amigos y a mí mostrando una papelina de cocaína a la cámara y postrándonos en una realidad sin duda terrible...
Cambian a algo que parece ser Charly García e intento escapar, pero la gente por un segundo me rodea y hablan de mí y por alguna extraña razón todos se están riendo, e imagino que llueve y que estoy solo y abandonado en una calle donde la gente se ríe ¡ja! ¡ja! ¡ja! de mí, y recuerdo que de niño siempre tenía miedo al rechazo y a la humillación pública (los niños y los amigos pueden ser tan crueles) y es cuando logro confundirme entre la gente y escapar...

7.09pm.
Melisa tenía el pelo largo y castaño cuando la conocí, un par de años antes de salir del colegio, quiero decir, en tercero o en cuarto año de secundaria. Recuerdo que para ella el uniforme era terrible y lo único que de verdad quería en la vida era poder usar ropa común y corriente. Y nuestro colegio, en lo que a mí respecta, fue una gran mierda, debido a la aparente desunión y al carácter solitario que caracterizó a mi promoción, y supongo que a todas las demás, a finales de los años noventa.
Melisa ahora sigue llevando el pelo largo y castaño como en aquellas épocas. Y algunas veces, cuando la tengo que observar caminar cruzando el campus universitario, cada vez que la logro divisar entre las caras ajenas y terribles, noto en Melisa cierta desorientación, o mejor dicho, ciertas palabras que no salen de su boca pero que leo en la comisura de sus labios.
Y cuando se acerca por completo, susurra:
- Hola
Y yo le digo:
- ¿Qué tal? -levantando la mirada y mis anteojos.
Melisa luce una blusa más o menos celeste, más o menos bonita, que causaba en mí un efecto más o menos cautivador. Algunas aves regresaban aún a sus respectivas ramas y yo las veía atravesar el horizonte. Melisa torció una sonrisa y preguntó:
- ¿Qué haces?
- Nada... lo de siempre.
Melisa hizo un gesto, como un guiño. Luego sonrió.
- ¿Qué?
Pero yo no olvido que estamos en el campus, que anochece, que estoy escondido y sentado en una banca y que todo este tiempo he esperado con ansias verla pasar.
- Ya es muy tarde -me dice, sin muchas esperanzas.
Tanteo ponerme de pié.
- Sí. Es muy tarde. Se ve que necesitas descansar -le digo. Y le propino un fuerte beso en la cara, y sujeto mis anteojos de sol, y le repito que por su aspecto tiene seriamente que descansar.
Pero eso no significa nada malo. Ni quiere decir nada, en realidad.
Melisa tenía en pelo largo y castaño, cuando la conocí, hace algunos años. Y ahora que me alejo de ella, un poco pasado y borracho, lo sigue teniendo igual que siempre y es la viva imagen de aquella época. Pero, debido al tipo de recuerdos que deja tras de sí la marihuana riposa, no recuerdo bien si esa impresión es la misma imagen o no. Pero podría jurar que era la misma. Otra bandada de palomas surca el cielo y me hago la idea de irme para siempre y no regresar nunca más. Y sonrío. Pienso en las palabras de Melisa, y no me importa. Es mierda. Aunque en realidad sí me importa. Y faltan uno o dos minutos para que se haga de noche. Esa noche terrible que se cierne sobre Lima, mientras Melisa me sigue contemplando (o quizá no, quizá nunca me ha contemplado caminar) sentada en una banca a mitad del campus universitario al anochecer, siento pena, y por un minuto pienso que soy un idiota, pero cuando volteo Melisa ya no está, y entonces ya no siento pena ni compasión ni nada. Una imagen de mí mismo rogándole perdón a Melisa surca mi cerebro por un instante. Respiro hondo y siento que por fin son las siete (aunque son más de las siete, desde hace tiempo) y ya no hay palomas surcando cielo. Apenas llego a divisar una parada encima de un poste de luz.
“Son las siete y la tarde promete...”

IV.- Fuckin Head´s experience

- Escucha -le dije a Lucía aquella tarde de invierno de 1996, un poco confundido pero con la seguridad de que lo que estaba haciendo era lo mejor.- Para empezar, tienes que darte cuenta y entender de que yo soy una mierda. No veo por qué dices que nos entendemos y que podemos llegar algo si seguimos con esto. Es simplemente absurdo, incoherente. Es una mierda...
Regresaba de la academia donde estudiaba supuestamente para ingresar a la Universidad. Ella y yo nos habíamos encontrado en un parque de Miraflores cerca al colegio religioso donde ella cursaba el tercer o cuarto año de secundaria. El parque donde estábamos sentados (en una banquita de concreto un poco maltratada por los años) había un pobre chico que corría y daba vueltas y vueltas alrededor nuestro en la vereda. Llevaba un polo de cachaco y tenía corte militar.
Desde donde yo me encontraba lo veía triste y aburrido de todo.
- Ahora te pones a llorar -le dije a Lucía- pero mañana me lo vas a agradecer, ¿entiendes por qué?
- ¿Por qué?
- Porque sé que el mundo da muchas vueltas y que tarde o temprano nos vamos a reencontrar, y no será para retomar esta relación ¿me entiendes?. Siento que, en determinado momento (tengo fe en ello) te darás cuenta de que lo mejor fue separarnos y ser sólo amigos...
- Vamos, Marcel -dijo más tarde, entre sollozos- ¿por qué no me dices de frente que estás aburrido de mí, que ya no te gusto y que has conseguido otra mejor que yo...?
Había conocido a una chica muy hermosa que me coqueteaba conmigo y fumaba cigarrillos caros y veía películas francesas todo el tiempo.
- Sabes que no es así.
Lucía era bonita. Debajo de su uniforme verde y cuadriculado había un cuerpo ya formado. Había tenido la esperanza de que con el pasar de los años Lucía sería un bombón. Pero ahora tenía granos y lo que yo buscaba era algo más... ¿cómo decirlo? Algo más maduro, intransigente e irresponsable.
Por un minuto volví a pensar en cuando Lucía y yo nos conocimos, y casi pude ver a aquella chica que se mordía los labios y jugaba con su lapicero al momento de verme hablar y decir cosas importantes.
Pero a aquello le faltaba emoción. Estaba bueno salir con Lucía a caminar y pasear por Centro Comercial y comprar helados. Saludar a sus padres y comer algo cada vez que la iba a dejar a su casa, en los Álamos. Decir que era mi novia mientras ella sonreía y ocultaba algunos de los barritos que le salían constantemente en la frente, en la nariz o en la boca, cada vez que le venía la regla. Pero eso no era suficiente, lamentablemente, para mí al menos no lo era...
- Pero Marcel -Lucía elevó el tonito de su voz- nunca estuve con alguien tanto tiempo... nunca quise tanto a otra persona...
- De verdad lo lamento.
Hubo una pausa larga en la que me dediqué a mirarme los zapatos.
- No. Marcel. No es cuestión de lamentarlo. -Lucía acabó con un paquetito de Kleenex y sacó de su mochila otro nuevo- No quiero tu pena. No me interesa. -Y después- He perdido nueve meses de mi vida con alguien que simplemente no me quería. Con alguien que un día vino y me dijo: se acabó.
El cielo había empalidecido.
- Mira, Lucía, yo nunca he querido hacerte daño. Tú lo sabes. Me conoces. Soy una persona demasiado inestable como para seguir con esto.
Lucía volvió a lagrimar. Ahora estaba quieta y no seguía ningún patrón. Por un minuto pensé que estaba meditando. Finalmente dijo:
- Te odio.
El chico que corría desapareció. Las aves volvieron a sus nidos. Algunos aviones atravesaron de par en par el cielo de Lima.
- Yo quiero ser escritor. -Y en seguida- Creo que no puedo seguir más contigo. Ya no puedo soportar más esto.
Lucía levantó su pequeña mochila verde y se fue.

Era joven. Escuchaba Bob Dylan. Me emborrachaba rápido y me enamoraba igual. Luego vinieron días horribles en los que no pude dormir, y esto cambió mi rutina. Empecé a escuchar Nueva Ola por AM, y los lunes se volvieron sábados. Empecé a fumar cigarrillos más de la cuenta. Un día, en la academia, me di conque me dolía terriblemente la espalda y pensé en mis adoloridos pulmones. Pobres pulmones. Comprobé que ya no aguantaba tanto tiempo dentro del agua en la piscina de un amigo, y decidí dejar de fumar. Estaba en esas cuando Marc (mi amigo de la infancia, el de la piscina) me presentó un día soleado de verano a un viejo compañero suyo de su promoción. Se hacía llamar Billy y este amigo suyo, Billy, me aconsejó fumar más hierba. Yo me reí y le dije:
- Claro. A mí me gustaría fumarme ahora mismo un tronchito...
Así que salimos a pasear. Yo no fumaba mucha marihuana entonces, aunque escuchaba Bob Dylan y también escuchaba Lou Reed. Tenía el video completo de Woodstook en VHS que nadie tenía porque la red de redes (el Internet) aún estaba en pañales. Había conseguido en Quilca un casete pirata de Pet Sounds de los Beach Boys que aquí es imposible de conseguir. Pensé en ello y le dije a Billy, muy serio:
- Rayos, dónde es que consigues moños tan buenos.
- Bueno... Ehhhermano... La ganya no se vende, tú sabes, es un regalo de Dios.
Marc y yo nos miramos.
- Entonces me estás diciendo que tú mismo la cultivas.
Billy hizo una pausa, seguía fumando.
- Hermano... la ganya es un regalo de Dios.
- Sí, eso ya lo dijiste. Pero, lo que te pregunté es que dónde la consigues.
Billy le dio una fuerte pitada a su enorme varulo. Su cabeza estaba repleta de dreads y hablaba con pequeñas pausas. Era un tío realmente molesto.
- Uyy... bueno, qué más da. Les daré el número...
Así conseguidos el número de Pete, cara de chulo. Un dealer que realmente la movía y vendía marihuana a partir de diez dólares. También vendía una excelente cocaína a veinte soles el falso y Billy nos prometió calidad. Al menos en cocaína. Solo nos dijo que tratáramos con cuidado al sujeto. Que a Pete, cara de chulo, le patinaba el coco. Andaba un poco trastornado desde que mataron a su hermano a golpes frente a la embajada de España. Era una cosa de locos.
Así que Marc y yo nos reímos y decidimos comprar una buena cantidad de esa hierba tan verde y dulce que nos había prometido Billy. Decidimos comprar por primera vez marihuana.
- Vamos, Marc. Apúrate.
Fue un día raro. Me desperté demasiado tarde y llevaba conmigo la misma ropa con la que había dormido. Recién empezaba a dormir en el segundo piso que arreglaron mis padres para mí solo, encima de ellos. Así que hacía prácticamente lo que quería. Recuerdo que yo les había dicho: “Es todo, me largo”, y ellos dijeron: “Perfecto, vivirás arriba”. Creo que fue la vez que escuché tres veces seguidas “Like a Rolling Stone” y quise recorrer Estados Unidos como Jack Kerouac en los años cuarentas.
- ¿Por qué te demoraste tanto?
Marc salió disparado. Vestía una ropa de baño vieja y un bibidí blanco.
- No sabía qué excusa darle a mi viejo.
Se empezó a morder una uña mientras caminábamos. Ya esperaba malas noticias de parte suya.
- ¿Y conseguiste el dinero?
Marc rebuscó en su billetera.
- No. Solo tengo diez soles.
- ¿Y ahora?
Dimos vueltas alrededor del parque César Vallejo.
- Vamos a casa nomás. Hace un calor de mierda.
- No. -Le dije- No quiero volver a casa y pensar que todo es igual.
Se me ocurrió una idea.

Una tarde fría de agosto del año 1999 se fue la electricidad en gran parte de la ciudad. Los apagones son jodidos y difíciles de sobrellevar. Cuando uno está acostumbrado a ellos, es muy normal; pero cuando se te presentan de improvisto sueles maldecir: se te apaga la televisión, ya no hay música, no puedes leer (por lo general) y te tropiezas. El hielo de las refrigeradoras viejas como la mía se te puede derretir e inundar la habitación...
Recuerdo que se hacía de noche, aquella vez, y escuchaba viejos discos de Bob Dylan frente a mi ventana, mientras leía un fragmento de un libro viejísimo de Tom Sharpe (divertido y alocado) cuando de pronto ¡shhh! se paraliza todo y me quedo a oscuras, susurrándole a la pared...
Mi primera impresión fue dejar que la luz de invierno se infiltrara por mi ventana. Lo siguiente, fue intentar llamar a mi familia sin mayores resultados. Un último intento de librarme de la pereza o de dormir, fue salir y mirar las expresiones de la gente y de la calle. Había cierto movimiento a oscuras, habían ciertas sombras abiertas que atravesaban la calle de un extremo a otro. De pronto ya no había más línea telefónica. En la avenida Precursores, colindante con el pasaje donde vivo, en un segundo piso, había cierto desorden vial...
Cogí algo de dinero y salí a comprar velas.
En el camino, como resultado de los últimos segundos de luz, escuché un grito. Caminé un par de metros y volteé.
- ¡Marcel!... ¡Marcel!
¿Me estaría volviendo loco?
Apuré el paso. No es grato hablar con extraños en pleno apagón. Poco a poco la penumbra se fue apoderando de la calle y del universo.
Gustavo y Walter me abordaron. Ambos reían estrepitosamente.
- ¿Qué hay, muchachos? -Les pregunté, un tanto confundido por todo.
- Ahí...
Ambos parecían estar muy pasados. Creo que era viernes o algo por el estilo. Yo llevaba una casaca azul que sujetaba con todas mis fuerzas. Recuerdo que corría un viento terrible y estaba angustiado debido a la oscuridad y todo ese rollo. Sin embargo, ellos parecían estar de lo más normal.
Gustavo comentó:
- Estábamos haciendo un trabajo en casa de un tío que es recontra ebrio. Nos invitó vino, y luego... el apagón. Ya sabes, ¡ja, ja, ja! -Gustavo reía-. Al final no hicimos nada.
- ¿Tú qué hacías, Marcel? -Preguntó Walter.
- Masticaba un chocolate -le respondí.
Llegamos al parque César Vallejo. Ya era casi de noche...
- Naaaada... -dije en tono casi burlón-, escuchaba música... nada más.
Pensé por un minuto en mi familia. De repente, después de mucho tiempo, sentí algo de nostalgia, pena y preocupación por todo. De igual manera, pensé que debería hacer algo. Ir a la Universidad, como ellos decían. Imaginé cómo estaría ahora si hubiera llamado a la puerta de los señores Beltrán a preguntar si ellos tenían velas. Quizá me hubieran invitado a pasar y hubiéramos bebido té. La señora suele pintar cuadros. Sin embargo, ese sentimiento no duró demasiado.
Las calles vacías y sin luz crepitaron como una cucaracha al despertar. Los automóviles cada vez más confundidos viajaron en diferentes direcciones a la vez. Una vez en la bodega, compré un par de pilas y cinco velas. Gustavo y Walter compraron cerveza en lata. Gustavo y Walter la abrieron. En el parque, a oscuras, nadie veía nada. Saqué una pelotita de hashís y nos pusimos a fumar en mi pipa. Los tres tosimos fuertemente.
Entonces surgió la estúpida idea de ir a la casa de Walter.
- ¡Está lejos! -grité, fuertemente desanimado.
- Cruzando la avenida Panamericana -señaló Walter-, está cruzándola a dos cuadras.
- Oye ya pues, Marcel -alegó Gustavo-, hace tiempo no hacemos nada divertido. Comemos y ya. Yo también tengo que ir a mi casa.
- Están locos -les dije- hace frío. Todo Surco está a oscuras, por Dios...
- Eso es lo de menos... -dijeron.
En la avenida Panamericana no habían demasiados carros qué esquivar, y sin embargo los que pasaban lo hacían con una velocidad impresionante. No habían luces, solo lográbamos recibir la luz de los faroles de los autos. Gustavo corrió primero y tuvo éxito. Era cosa de calcular y hacer pautas, nada más. Se detuvo tres veces. Walter hizo lo mismo. Finalmente me animé a hacerlo.
Me cogí de los huevos y corrí. Corrí. Corrí. Me detuve. Los autos ahora iban en dirección contraria. Esperé un intervalo considerable. Cerca de dos minutos. Un camión cisterna me hizo sudar a mares. Me deshice de mi casaca azul. Me la quité. Una vez que pasó el camión cisterna, el ruido seguía siendo ensordecedor. Corrí, y transpiré. Me demoré otro tanto.
Por un minuto pensé que no lo iba a lograr.

- ¡Esa gente!
- Qué hay Marcel.
Dedo y El Men me miraron desconcertados. Entonces aún eran casi unos niños.
- Ahí -dijo Marc- ¿qué planes?
- Nahh... Estábamos buscando algo qué hacer. -Dedo era sumamente flaco y su pelo era marrón y desordenado. Su cara era larga y graciosa. Vestía polos muy grandes y pantalones también muy grandes.- ¿Y ustedes, qué piensan hacer?
El Men se dedicaba a fumar cigarrillos y a andar todo el tiempo metido en la capucha de su sudadera marrón.
- Bueno. Nosotros íbamos a comprar, ya sabes. Algo de marihuana...
A Dedo se le iluminaron los ojos.
- ¿En serio?
- Sí... es solo que no tenemos suficiente dinero.
El Dedo miró a El Men. El Men siguió mordiendo su encendedor con la mirada perdida.
- Eh, ¡eh! ¿Y si yo pusiera lo que falta?
- Bueno, sería excelente.
- ¿Me darías mi parte?
- Claro que sí.
Creo que a Dedo le decían Dedo porque se tenía el dedo al culo...
- Bueno, bueno -dijo Dedo- pero yo no fumo mucho.
- Ni yo.
- Entonces vamos a mi casa. Ahí tengo algo de dinero. ¿Cuánto es lo que falta?
- Un minuto -dijo El Men.
- ¿Qué? ¿Qué sucede?
El Men no llevaba consigo aquella sudadera marrón, pero cuando la llevaba puesta se metía en su capucha y parecía ALF en aquel capítulo en el que se lo llevan a la NASA. Creo que era la primera vez que lo escuchaba hablar.
- Yo también voy a poner.
- ¿Qué? -Gritó Dedo- Yo no sabía que tú fumaras.
- Es igual. -Dijo El Men- ¿Cuánto tengo que poner?
- No lo sé -musité, mirando el parque.- ¿Cuánto es lo que va a poner cada uno?
Ambos me miraron desconcertados.
- Hagamos una cosa. Tenemos que reunir 35 soles. Marc pone 10, y yo pondré 10. Entre ustedes dos, pongan 15. Tomando en cuenta llamadas y todo eso.
Dedo y El Men se miraron.
- Escucha -propuso Dedo haciendo un ademán extraño con sus manos y con todo su cuerpo.- Van a comprar 10 dólares, no.
Marc y yo nos miramos.
- Así parece.
- Y si entre... El Men y yo... hacemos... 10 más.
- ¿Qué, 10 dólares más?
Marc y yo nos miramos.
- Asu, ¿tanta hierba?
- ¿Tú qué dices, Men?
El Men había vuelto a meter su encendedor anaranjado en su boca.
- Creo que me parece bien.
Entonces tomamos el dinero y caminamos en dirección a su casa.

Llegó el día en el que tuve que meterme a ese asqueroso edificio, donde supuestamente ingresaría a la Universidad. En el transcurso de los meses que habían pasado ese año sucedieron muchas cosas. Me metí con Lucía. La conocí un día de fiesta en casa de unos tíos (creo que Lucía es una especie de pariente lejana, o algo por el estilo, pero ella no lo sabe, y sus padres tampoco lo saben) y luego terminé con ella. También me enamoré de una chica hermosa que sacaba copias en los alrededores de la Universidad Ricardo Palma mientras yo imprimía la primera parte de lo que era mi primer intento de novela. Tuve ganas de hablarle, pero no lo hice. Y en fin, no es nada importante y sería inútil hablar de ello.
Terminé de leer libros que me sirvieron como herramientas claves para escribir por primera vez una novela. Estaría ambientada en la década de los sesentas, en Estados Unidos. Y sería una especie de fantasía, de vivir en una época en la que me hubiera encantado vivir. Y empecé a vestirme como mis personajes y la gente empezó a mirarme extraño. Me volví vegetariano. Luego mis padres me enviaron a vivir arriba. Pensaron que estaba loco. Aproveché al máximo mi soledad para escribir a mano mientras ellos pensaban que yo estaba estudiando. Luego subirían la PC y sin decirle nada a nadie pasé en limpio aquellos primeros capítulos.
Finalmente un día pasó lo que tenía que pasar, y me llevaron a aquel horroroso edificio que para mí sólo significaba otro gran pedazo de estableshment más hecho concreto. Me llevaron en carro y me desearon mucha suerte en la puerta.
- ¿Qué parte de “yo no quiero ingresar a la Universidad” no entendieron?
- Suerte, mi amor.
Amaba a mi mamá, aún la amo, pero entonces pensaba que ella nunca me iba a entender, y como máximo signo de desprecio y venganza y rebeldía hacia todo me limité a largarme de aquel lugar para siempre sin interesarme por nada en el mundo.
- ¿Qué pasó, Marcel?
Justo tenía que encontrarme con mi viejo en la entrada del pasaje donde quedaba mi casa.
- ¿Estuvo tan rápida la cosa?
- No estuvo nada, papá. -Le dije, muy serio.- Simplemente no lo di.
Fue la crisis más grande del mundo. Nunca vi a mis padres tan decepcionados conmigo. Como muestra de mi desinterés generalizado, subí y me dediqué a escribir todo lo que quedaba de aquel día de verano. A la mañana siguiente no me dirigieron la palabra.
Empecé a leer “Loca sabiduría, la historia de la generación Beat” que ellos mismo me habían comprado. Finalmente, después de leerlo en tiempo record, me convencí de que lo que había hecho era lo correcto. No iba a ser un universitario más; yo soy un artista.
Pero artista es un término muy usado, y muy manoseado por todos. Yo una vez conocí a un tío horroroso que tintaba cuadros horribles y decía que era un artista. También hay tíos locos que hacen adornos raros con plástico y dicen que es arte. Por mi parte, yo siempre he pensado que las dos formas más importantes de arte son la literatura y la música. Todo lo demás está muy por debajo de estas dos ciencias puras.
Por otro lado, yo siempre me he considerado un instrumento que solo sigue un camino predeterminado en la vida. Un instrumento de Dios. Y esto es ser un artista. Pero lo que yo necesitaba en ese momento no era otra cosa que un buen paco de excelente hierba en mi haber. Así que llamamos a Pete, cara de Chulo, desde un teléfono público, un tanto alejado de nuestras casas.
- Aló, ¿Pete? ¿Pete?
- ¿Quién habla?
- Un amigo.
La comunicación estaba terrible. Se oían chasquidos y una especie de interferencia local.
- ¿Un amigo?
- Así es.
- Yo no tengo amigos.
Dedo y Marc estaban muy impacientes, El Men prendía otro cigarrillo sentado al borde de la vereda.
- Rayos, sólo quiero comprarte dos paquitos de diez.
- ¿Diez qué?
- Diez dólares, pues. Me dijeron que solo vendes en dólares.
- ¿Cómo te llamas?
- Marcel.
- ¿Dónde estás?
- Cerca al parque frente al colegio Santa María.
- ¿Cómo estás vestido?
- ¿Eh?
La máquina marcó un pito. Me apuré en meter otra moneda.
- ¿Qué como estoy vestido?
- Sí.
- Llevo un buzo, un polo blanco. Sandalias
- ¿Y qué más?
- Estoy con tres amigos. Uno lleva un bibidí y una ropa de baño, y también lleva sandalias.
- Okay, espérenme allí media hora. Frente al colegio Santa María.
- ¿Media hora?
- Sí... ¿20 no?
- Así es, 20.
- No demoro.
Colgué y nos dispusimos a esperar.

Invierno de 1996. Hablaba con Milagros en aquella academia tan horrible, un lunes cualquiera de un frío estremecedor. Ella era como un lunar en la clase, era una chica de verdad muy simpática de cuerpo delgado y una sonrisa enorme. No fumaba cigarrillos caros ni veía películas francesas todo el tiempo. Era más que otra cosa una chica muy simple y habladora, que conversó conmigo un par de veces antes de tomarme confianza. Luego me negué a dar el examen de admisión y (esto lo supe más tarde) ella ingresó en buen puesto. Su carrera era Medicina, siempre me habló de su vocación y yo le hablé de la mía. No sabía nada de literatura así que desde un principio estuvimos condenados a hablar de otra cosa. Luego, un martes sin teléfono de noviembre, angustiado de leer siempre lo mismo, la busqué a su casa por la noche. Nunca había hecho tal cosa, sin embargo conocía un tanto el lugar. Su casa quedaba en una esquina de Miraflores y era un lugar muy bello, de ventanas grandes y un pórtico. Algunas luces iluminaban la entrada.
- Hola.
- ¿A quién busca?
- Busco a Milagros.
El papá de Milagros asintió.
- Claro, por supuesto.
Se fijó en la hora. El viejo parecía despistado y cojo. Llevaba, si mal no recuerdo, la ropa del trabajo y un periódico. No sonreía. Adentro, el ambiente era agradable, se respiraba otro tipo de aire y había un reloj sumamente viejo que podía ver desde la entrada. Todo lo demás era como blanco y dorado.
- ¿No crees que es un poco tarde?
Yo estaba despeinado y sucio. Todavía me vestía como hippie.
- Son las nueve -balbuceé.
- Sí, ya lo sé. -El viejo me dio la espalda.- Espera aquí un momento.
Y creo que entró buscándola.

Era un auto deportivo blanco. Se estacionó en la esquina que daba justo frente al parque y me hizo una seña, creo que apenas me vio me reconoció.
- Pete.
- ¿Cómo estás?
Le entregué los veinte dólares.
- Muy bien, hermano.
Pete, cara de chulo, me entregó dos bolsitas llenas de cocaína. Era mucha cocaína brillante. Había otro tipo, al que creo no vi o no me fijé bien pero que con seguridad llevaba el pelo rubio hasta los hombros y estaba demasiado drogado.
- Pete, te has equivocado.
- ¿A qué te refieres?
Pete estaba muy apurado.
- Lo que yo te he comprado es marihuana no esta porquería.
Pete, cara de chulo, se ofuscó.
- Mira, huevón, esta no es una porquería de mierda, es la mejor coca de Lima imbésil.
El otro tío, el que cabeceaba, susurró:
- Ahhhhh...
Pete, cara de chulo me metió en el deportivo blanco y aceleró la marcha. Casi no alcancé a hacerle una seña a mis amigos.
- ¿Y ahora?
- Mierda, ¿quieres marihuana, ah? En serio no quieres las bolsitas... son de primera huevón.
Me sentí muy confundido.
- Yo lo único que quiero es fumar.
Abrí una de las bolsitas y caté la calidad del producto.
- ¿Qué tal?
- No siento mi lengua.
- Buena, ¿no?
El tío que cabeceaba se reía y repetía palabras como un loco.
- ¿Qué le pasa?
- Se ha metido un trip.
- Oh, ya veo.
- Mira, ¡huevón! Mira lo que hago por ti. -Pete, cara de chulo, gritó- Iré a casa de un amigo cerca a la avenida Aviación. Allí conseguiremos tu hierba, ¿okey?
- Sí, muy bien Pete.
- Hijo de puta. No me digas Pete. Dime tío.
- Okey, tío. -Y en seguida, al otro sujeto- Oye, hermano, cómo es que se siente estar en trip.
- Piugishoy2isyh82yxknkkjapk{a.
- Ya veo.
Pasamos junto a una Pathfinder. Pete fumaba cigarrillo tras otro. En seguida cuadró en una esquina y se metió con un espejo y con una cañita un par de rayas. Bajó del deportivo blanco y me dijo que tuviera cuidado con el loco.
Tocó el timbre de una casa de rejas negras. Un par de señores de edad salieron. Negaron la presencia de alguien. Pete, que en realidad en ese momento tenía una cara de chulo terrible, se puso sus anteojos de sol y esperó detrás del auto. Los señores de edad abandonaron el lugar en un Ford de antaño. En seguida salió alguien de la casa. Estaba en pijama. Pete y él acordaron algo. El tipo se metió en la casa y Pete terminó de fumar su cigarrillo.
- ¿Qué pasó?
- Viene con el paco.
El tipo de la casa salió apurado con una bata encima. Se metió al carro y celebró el estado de su amigo, el chico del ácido. Luego me enseñó el paco.
- ¿Qué te parece?
- Hummm, se ve muy buena pero creo que por veinte dólares es poco.
El tipo de la bata rió.
- Le parece poco.
Todos rieron. Pasamos por un parque que nunca había visto en mi vida. El tipo de la hierba buena pero escasa prendió un enorme cigarro de marihuana. Todos fumamos. El parque donde estábamos había sido hacía poco, según contaron ellos, escenario de una emboscada brutal. Habían allanado y perseguido allí mismo al antiguo proveedor de hierba de la zona. Muchas camionetas Pathfinder y muchos polis sueltos. Muchas llamadas telefónicas por cobrar y muchos cableados por donde se escaparon voces. Terrible, pero era lo que más les convenía a ellos a la larga. Muy pronto no tuve duda de nada.
- ¿Y qué dices?
- Me la llevo.
- Excelente.
El tipo de la bata me dejó su número para el futuro. Se llamaba Gabriel. Bajó del carro con su pijama, sus sandalias y su bata. Se había guardado las bolsitas de cocaína en uno de sus bolsillos, inmediatamente se largó a su casa. A mí Pete, cara de chulo, me insultó antes de bajar de su deportivo blanco por haberle ocasionado tantas molestias. Yo le dije:
- Vamos, Pete, mi intención no fue molestarte.
Pete, cara de chulo, lanzó gritos aún más fuertes desde la ventana de su deportivo color blanco. Me dijo púdrete chibolo huevón, hijo de puta, reconchetumadre, afeminado de mierda.
- Paz y amor -le indiqué, con una seña.
- Y feliz Navidad ¡conchetumadre!

- ¡Oye, Marcel!
Supongo que yo era la última persona que ella esperaba ver.
- A los años.
Milagros me proporcionó un efusivo abrazo. Por un segundo creí no estar tan solo en el mundo.
- ¿Cómo estás? -Le pregunté.
- Bien, muy bien. ¿Y tú?
- Ahí. ¿Qué estabas haciendo?
- Estudiaba un rato.
Milagros se acomodó el pelo y sonrió. Me miró con un par de ojos soñadores.
- ¿Y qué te trae por aquí?
- Nada, sólo quería saber cómo estabas.
- Escuché que no diste el examen...
- Lo perdí.
- ¿Cómo que lo perdiste?
- Es que llegué tarde.
Milagros se sentó en una de las gradas. Esperó un par de minutos y luego rió.
- No te creo.
- Es cierto.
Milagros se mordió una uña. Habló un par de minutos de gente que conocíamos en común. Todos habían ingresado a la Universidad. La verdad, el examen de admisión no era un reto para mí. Finalmente le dije que me sentía muy solo.
- No sé qué hacer -dije.
Milagros estiró sus brazos hacia el cielo infinito y las estrellas. Un poste de luz nos iluminaba con un extraño color blanco.
- Todos nos sentimos solos. Siempre.
Esa no era una respuesta.
- No sé. Milagros, tú no entiendes. Yo realmente estoy solo en el mundo.
Por una de las ventanas de su casa todavía podía ver el ambiente de allí adentro.
- Es una cena. Mi mamá y unas amigas suyas del colegio...
- Claro...
- A qué te refieres con eso de que estás solo, Marcel.
- No sé. Estoy muy jodido y loco.
Milagros movió su cabeza de un lado a otro, dijo:
- No. No es verdad.
- ¡Es cierto!
- Nada más lo dices porque te gustaría que fuera verdad.
- ¡No!
- Claro que sí, Marcel. -Y en seguida, Milagros continuó.- A ti te gustaría ser como esos escritores a los que lees. Te gustaría estar demente e ir al psiquiatra. Te gustaría drogarte mucho hasta perder el sentido. Te gustaría estar, como tu dices, jodido y loco...
Me pregunté hasta qué punto Milagros me conocía de verdad.
- En ese caso, aún puedo intentarlo...
- ¿A qué te refieres?
- Milagros, yo te necesito.
Alguien debía recoger los pedazos rotos caídos del piso.
- No es cierto. Tú necesitarías a cualquiera que te haga sentir mejor.
Finalmente su viejo se dio cuenta que me había quedado sentado en las gradas de la puerta de su casa y me pidió que me fuera.

V.- Carlos Ernesto sentado en una banquita en su techo 6:53pm

Sería 1998, me imagino, y sería invierno. Al menos, yo lo recuerdo así, aunque pudo muy bien haber sido otoño, como pudo haber sido primavera, o verano. Pero yo imagino que era invierno, porque así lo recuerdo: el cielo gris de Chacarilla y los parques de Monterrico al anochecer. Pudo haber sido otoño, porque recién comenzaban las clases y yo apenas conocía a Melisa.
Una especie de manto transparente cubrió la simetría de aquellos días entonces. Recuerdo que me encontraba sobresaltado, esa vez en que nos quedamos hasta tarde a fumar cigarrillos y conversar, y esa tarde después de la academia de basketball. Éramos Margarita, Melisa y yo en un salón de clases a oscuras. Y recuerdo que yo llevaba un polo de manga larga, color lúcuma, y anchos maletines con ropa.
Melisa dijo:
- Traes demasiado aquí. ¿No crees?
Y después de eso, Margarita exclamó:
- Pero qué asco bañarse en esas duchas... -Haciendo una irreconocible mueca con la cara
Yo recuerdo que a los catorce o quince años todo era muy normal. Yo llevaba un montón de ropa en aquellos maletines esa vez que me las encontré susurrándose al oído una serie de cosas como locas, en uno de los salones en los que entonces nos dictaban laboratorio de Química en 3ro de secundaria.
Recuerdo que les pregunte:
- ¿Pero qué es lo que hacen aquí?
Y ellas me miraron con cara de ‘ya moriste, Caneto’ como si mientras nos adentrábamos en la oscuridad de uno de los salones de secundaria (podría ser de 1ro o de 2do, no lo recuerdo) era como si siguiéramos con un plan prediseñado por años.
Ellas alegaron:
- Nos quedamos para recibir un taller de reforzamiento del curso de Inglés -del cual nunca en mi vida volvería a escuchar- pero la profesora no vino.
Por supuesto que sí, dije.
- ¿Y tú qué haces por aquí, Caneto?
Yo era bueno para esas cosas entonces, sólo que después me volví apático, y así alguna gente cambia y otra no y otra se vuelve cínica. Solo que yo me volví apático y luego me volví cínico. Porque para ese entonces, para ese tipo de relaciones a esa edad, yo era muy adolescente. Y esas cosas pasan, porque alguna gente cambia...
Melisa y Margarita rieron (yo recuerdo que eran muy unidas entonces, y que todo el día iban de arriba a abajo, de un lugar a otro, hasta que se alejaban caminando, dando tumbos, después de clases) y por lo general, nadie sabía bien a qué se dedicaban o por qué caminaban siempre juntas, y a muy poca gente le interesó averiguarlo. Y yo, que era tan enamoradizo entonces (aunque, en realidad, yo nunca fui enamoradizo ni nada) conversaba con ellas de cualquier cosa, un poco con ánimos de molestar, debido a que por esas casualidades del destino los tres estábamos en el mismo salón de clases y hablábamos el mismo idioma.
Yo solía arrimarme donde ellas, dependiendo de mi estado de ánimo. Yo tan sólo atinaba a conversar de lo básico, cosas cómo:
- ¿Cuál es la respuesta de la pregunta cinco? o ¿qué prefieres, Chile o Bolivia? o ¿quién ganó en la guerra civil española?
Y Margarita todo el tiempo se copiaba, cosa que llegaba a ser evidente para algunos profesores que a veces incluso simplemente se dignaban a pasarlo por alto, y yo era parte importante del engranaje si es que me convenía. Aunque, en esta época de la que les hablo, era todo muy distinto, porque aún no se celebraban bien las fiestas de quince años, y aún muy poca gente salir y caer ebria. Aunque, definitivamente, algunos ya lo hacíamos...
En esa ocasión yo me senté junto a ellas sonriendo (y casi con una sonrisa estúpida en la cara) y a decir verdad ya ni recuerdo de qué hablamos, así como no recuerdo bien nada de aquella época, debido al manto transparente que he ido desarrollado con los años gracias a la ayuda que recibo con certeza de gente que también quiere olvidarse de su pasado.
Y yo de esto no me he olvidado porque los recuerdos felices son los mejores y los que más vale la pena recordar. Así que yo de esta época puedo recordar el sudor de las clases de basketball, las fría ducha del baño, la media luz imperante del lugar: el salón de clases, las pizarras verdes, las tizas rosadas y blancas y de diferentes colores, todas mezcladas, y los susurros inquietos de chicas de apenas quince años.
Y yo a ellas apenas las puedo recordar lejanas así como las conocí entonces.
- Caneto, déjanos hacerte una pregunta.
- ¿De qué se trata?
Ojeaba un ejemplar de un ‘Caretas’ que de pura casualidad había encontrado en el fondo de uno de los maletines que llevaba conmigo. Ese invierno había caído más rápido de lo habitual, más frío y más nebuloso. En la carátula del ‘Caretas’ salía el presidente dándole la mano a uno de sus ministros, y ambos llevaban indescifrables muecas en la cara.
Yo me reí.
- ¿De qué se trata?
- Dinos ¿a quién preferirías tú? -concluyó Margarita, con una extraña sonrisa en la cara- ¿a ella o a mí?
Entonces me quedé quieto. Me agarró frío y con las manos heladas.
Las ventanas del salón de clases eran amarillas y la luz entraba teñida durante el anochecer, hacía mucho frío. Me reí, aunque supongo que debe haber sido puro histrionismo.
- Oh... a mí me gusta Claudia...
Una ola de viento helado inundó la habitación entonces. Miré sobrecogido las piernas desnudas de ambas (de las chicas) bajo la falda escocesa del colegio.
- Tiene un trasero enorme.
Ambas rieron después de un segundo de silencio. Margarita y Melisa eran parecidas, llevaban el pelo del mismo tamaño y de la misma calidad. Caminaban igual y vestían el mismo uniforme que todas. Es decir, pasaban desapercibidas entre la multitud; no eran demasiado bonitas. Claudia había repetido o algo así, y no estaba en nuestro salón, aunque era conocida y algunos la calificábamos como la chica más bonita de la promo.
Margarita hizo un gesto, algo así como un guiño:
- Buuuu... -y creo que se refería más que nada a Melisa, aunque no podría estar muy seguro de ello.
Pero yo no quería nada con Melisa entonces (claro que no), y tampoco quise nada con Melisa tiempo después. Únicamente sé que nos quedamos un rato más en el salón, haciendo tiempo mientras veíamos que los encargados de limpieza terminaban sus últimos avances antes de largarse de allí. Y en ese instante, antes de que llegara alguien (no recuerdo quién) me enteré de que Margarita y Melisa habían estudiado juntas hacía años, y luego me hicieron una broma acerca de un problema cardiaco que padecía Melisa y que, afortunadamente, lograron desmentir a tiempo...
Luego caminamos fumando aquellos cigarrillos hasta que el anochecer nos contempló llegar a Monterrico sin motivo aparente. En el primer parque en el que estuvimos a solas, nos echamos a descansar. Recuerdo que Melisa tenía una vista compleja y que Margarita gustaba mucho del osito Pooh en aquella época (creo que lo reflejaba en sus actos, o en su comportamiento) y también recuerdo que nunca me la imaginé así, ni nada por el estilo. Ni nunca me la imaginé con la iniciativa (pensar que de eso sólo hace unos cuatro años) recuerdo que mientras mirábamos las estrellas ¿o el cielo negro? (porque en Lima nunca hubo estrellas) cuando Margarita vino a mi lado y me besó, no en la boca, simplemente me beso en la cara, y en las mejillas, en la frente, en la nariz, y luego me miró contenta, insatisfecha, antes de que Melisa me mirara de nuevo.

Recuerdo aquella vez en mi casa en Punta Negra, aquella Navidad terrible de 1998 cuando coincidimos Porongo y yo en la mima cuadra donde estaba mi casa. Era un diciembre extraño que no quisiera haber vivido jamás. Durante la semana, Porongo y yo jugamos fútbol, conocimos a una chica rubia de extraños ojos celestes que insistió en que le consiguiéramos marihuana. Porongo me miró a la cara un minuto y luego le dijo:
- Perfecto, ¿cuánto quieres comprar?
- ¿Cuánto me pueden vender?
- Digamos que con diez soles alcanza para una buena...
Porongo y yo sudábamos. El atardecer era como un espectáculo terrible, el cielo se incendiaba encima nuestro. Habíamos estado jugando fútbol toda la tarde. Después de aquellas casas estaba el mar.
- ¿Entonces quedamos así?
Porongo y yo no nos conocíamos mucho en realidad. Estudiaba en mi mismo salón desde hacía un par de años pero no sabía nada acerca de él excepto que le había roto los dientes a alguien alguna vez.
El mismo 24 de diciembre a la noche Porongo y yo buscamos a aquella chica rubia de ojos tan extraños. Salió a recibirnos y le enseñamos el paquete. Todas las casas estaban iluminadas con adornitos Navideños. Vale decir que en aquella época conseguir Mango Light o una buena marihuana brillante era más fácil y más barato que ahora. La diferencia entre una de buena calidad y otra cualquiera variaba, pero era más seguro que ahora, o era más fácil. Supongo. Lo peor del caso es que oíamos irremediablemente aquella musiquita navideña tan horrible. Pero lo que quería la chica era un poco de paz, o un solo canuto, y me dijo:
- Carlos Ernesto, lo que yo quería era fumar un poco nada más. ¿Qué es lo que voy a hacer ahora con toda esta hierba?
Porongo dijo:
- Qué cagada. Feliz Navidad.
Y le dimos un moño, sus diez soles, un par de papeles de fumar y nos largamos.
- Caneto, vamos a fumarnos toda esta porquería.
- Vamos.
Subimos a lo que era una especie de andamio y nos sentamos a fumar y a contemplar el mar. Porongo armó con mucha maestría un varulo enorme y dijo que pasar Navidad en Punta Negra era de lo más entretenido. Tenías el mar, el sol, mucho Mango Light. Finalmente terminamos de fumar varios canutos. Porongo me dijo que me llevara el paco por cinco soles, que no quería conservarlo. Prácticamente me lo regaló. Luego llegué a casa a eso de las once y media. Al llegar la medianoche tragué como nunca antes había tragado en mi vida. Por un momento todos me dijeron que me tranquilizara, que yo nunca comía así. Y yo estaba con los ojos muy rojos y tenía un montón de Mango Light es mis bolsillos esperando salir.
- La comida no se va a ir, Caneto.
Mi prima Yesenia, de más o menos mi edad, sabía que yo estaba volado y se reía.
- Caneto, como que tu atuendo no es muy navideño que digamos ¿no?
- No sé, me he pasado el día en la playa. No molestes.
Continué tragando. Arrasé con el pavo, el arroz árabe y el puré de papas. La gente a mi alrededor (padres, parientes, primos) comían y conversaban por igual. También había algunas cuantas cervezas y regalos innecesarios.
- Ah pero igual... Caneto, hazme el favor.
- ¿Qué? ¿De qué me estás hablando?
Yesenia miró fijamente a Miriam y luego ambas rieron. Luego me di cuenta de que todo el mundo llevaba ropa de vestir encima (saco, pantalón, camisa) menos yo.
- No me jodan. Es verano.
- Claro.
Miriam miró a Yesenia y en seguida Yesenia me miró a mí.
- Tu ropa de baño y tu aspecto son de la puta madre.
Aguardé unos minutos.
- ¿A qué te refieres?
Miriam, de unos dieciocho o diecinueve años, aplicó.
- Estás reventadazo, huevón.
- ¿Ah?
- Que estás todo fumado.
Fruncí el seño. Por un segundo dejé de comer.
- Shhh... Cállense.
Miriam y Yesenia volvieron a estallar de risa.
- ¿Qué es lo que quieren?
Miriam, no sé de dónde, había sacado tres copas llenas de Champagne. La verdad es que ambas eran las únicas primas con las que hablaba y me caían bien.
- Vamos, Caneto... Acepta que eres un fumón...
- Shhhh... Qué carajo les pasa.
Yesenia y Miriam, ambas mis primas, ambas con vestido veraniego hasta las rodillas (creo que de marca Quicksilver o Roxy, o puede ser que no tuvieran marca) se rieron un rato más y dijeron:
- Lánzanos un wiro, Caneto.
Yo me alarmé.
- ¿Qué? -Deje definitivamente mi plato a un lado e intenté mirar con buena cara en dirección a la mesa donde se encontraban todos. Miré a mi alrededor. Finalmente me miré en un espejo. Tenía la cara resinosa, el pelo pegado a la cabeza y los ojos completamente rojos, como si me hubiera reído por media hora sin parar. Llevaba un polo blanco con las palabras Rip Curl en un extremo, una ropa de baño negra y unas sandalias. Caminé de la cocina al jardín y me senté en las gradas que me llevaban hasta la piscina que reflejaba extrañas formas luminosas a la pared colindante con los vecinos. Era producto de un reflector estratégicamente colocado en el extremo norte de la casa.
Yesenia, con un vestido floreado, a la antigua, se sentó junto a mí.
- Qué pasó, Caneto.
- Nada. No quiero que la gente se de cuenta que estoy tan drogado.
Mi prima se quedó un segundo contemplando el reflejo de la piscina contra la pared. Habría, supongo, reflectores adentro del agua también. No había ningún contacto físico entre los dos pero con la hipersensibilidad de la marihuana sentía el delgado vestido de Yesenia rozar en contra mi brazo izquierdo.
Me levanté.
- Caneto.
Me puse en guardia.
- Qué sucede.
Yesenia miró a Miriam que acababa de salir de la cocina. Por un segundo me pregunté si ambas habrían acordado llevar vestidos similares. Yesenia y yo teníamos la mima edad pero pensábamos como chicos mucho mayores, podíamos conversar y reír con Miriam (unos tres o cuatro años mayor que nosotros) sin ningún problema.
Miriam me extendió una pipa.

Gustavo Petrovich tenía un libro que decía BELLAS ARTES, y todo el tiempo decía que iba a estudiar en la Escuela de Bellas Artes. Sin embargo, esto no se dio (y además todos sabíamos que no lo iba a lograr) porque en Bellas Artes no hay literatura, y lo que Gustavo quería era estudiar literatura.
Yo nada con las artes, claro que no. Por eso aquel día mientras Gustavo se paseaba y cruzaba la avenida Primavera uniformado de extremo a extremo, leyendo y contemplando gráficos y fotos de alguna que otra obra del siglo XX, yo caminaba con Melisa del brazo mientras pensaba:
- ¿Qué tanto le habla a Gustavo? -refiriéndome a Margarita, quien lo tomaba de su casaca marrón mientras ambos cruzaban la pista. Y yo pensaba cosas como:
- ¿Quién carajo es Gustavo Petrovich? -Porque nunca antes me había hablado con él.
Y ahora que pienso en eso, efectivamente, le hablo poco o quizá nunca le he propinado palabra. Cosa que es realmente extraña en un mundo como éste. Así que cruzamos la avenida Primavera, Margarita, Gustavo y yo, y Melisa, por supuesto, y caminamos hasta un parque que era completamente desconocido para mí, cerca a la casa de Gustavo, mientras Margarita caminaba absorta del todo, interesada sólo en lo que él decía (y yo, con lo desesperado que me encontraba) mientras un par de chicos de la Touluse Loutrec, o pudieron haber sido veinte, fumaban mucha marihuana cerca a un árbol (y nosotros, que éramos tan niños) formando un círculo bajo el cielo gris de Lima. Tomé asiento, aprovechando para ocupar un lugar junto a Margarita, mientras Gustavo permanecía atento a lo que parecía ser una figura geométrica desconcertante.
Margarita dijo:
- Me gustaría vivir en el siglo XIX...
Y esa fue una pregunta frente a la que yo tuve que decir:
- ¿Qué?
- Ya sabes, por la sensualidad... y todo ese rollo...
Y la verdad es que yo de arte sé poco (porque cuando veo una pintura parece que me pierdo en lo más insignificante) y en aquel momento lo único que yo veía eran puras pendejadas. Luego supe que la imagen a la que ellos se referían era otra, que resultó ser del siglo XVIII. Se llamaba “Experimento con la máquina neumática”, eso sí lo recuerdo. Me pregunté entonces, dónde carajo estaba la sensualidad. Y creo que todos permanecimos callados.
Cambiaron de imagen. Ahora hablaban de otra cosa. Me pregunté si es que Gustavo traía aquel libro lleno de láminas para divertirse un rato o si lo traía únicamente para poder presumir de ello. Hartado hasta los dientes de esa mierda, preferí irme a fumar cigarrillos al parque frente a la exposición, que era un parque frente a una casa pintada de amarillo, que tenía un garaje (la cosa es que en ese garaje había un tipo, medio loco, medio anaranjado, que vendía todo tipo de drogas y alcohol) cuando de pronto me fijé un poco más en su cara y vi a Gustavo y luego vi a Margarita y a Melisa, estaban profundamente aburridos y desilusionados de todo, y me pregunté entonces dónde se había metido el gordo Manuel, porque si lo hubiera podido encontrar a la hora de la salida habríamos ido al parque frente a la exposición, que en realidad era un taller (¿taller de fotos?, ¿taller de autos?, ¿taller de artes plásticas?) y tal vez si lo intentaba averiguar, podría...
- Esa es buena -dijo Gustavo.
- Sí es muy buena -dijo Margarita después de una pausa- Es ¿surreal?...
- Sí.
Una pausa que se hizo eterna.
- Supongo que sí.
Un avión pasó cerca. Los fumones de al lado se asustaron y huyeron despavoridos. Gustavo, Margarita y Melisa siguieron hablando solo que yo ya no los podía escuchar. Prendí un cigarrillo y me encogí de hombros.
- “Máquina gorjeante”. -Leyó Gustavo- De Paul Klee, 1922...
Margarita asintió.
- Sí, parece surreal...
Una mueca. Una expresión agria. Una sonrisa de Melisa que rechazo categóricamente. Un recuerdo reciente y una pregunta ambigua sin ganas de ser concretada...
- ¿Qué te sucede Caneto? -preguntó alguien.
Aún recuerdo la cara de Gustavo con sus lentes de montura fina. Piso algo que resulta ser un caracol, y es hueco, triste, acaramelado...
- Nada, no me pasó nada -y después de unos minutos que inquietante silencio-. Creo que mejor me voy.
Entonces me miraron atentos y luego hicieron un largo adiós. Se perdieron otra vez en sus oraciones aparentemente intelectuales, y todo alrededor me parece como el día y los árboles durante el invierno. Todo como una gran mueca burlona. Y luego Margarita y Melisa regresan al colegio, se esconden en un salón de clases a oscuras, hacen sus tareas y no dejan de murmurar...

Cuando era niño me enamoré de Anna Chlumsky en “My girl”. Aunque aluciné estar enamorado una y otra vez hasta quedarme dormido cada noche, alcancé a ver la película entera por primera vez una madrugada de un viernes santo cuando yo tenía entre diez u once años de edad. Me quedé despierto hasta la madrugada y terminé intrigado. Fue la primera película que vi con un final tan chocante (al menos para mí) y me dejó con esa sensación de ‘imposible revivir a Thomas J. Sennett, imposible salvar a Vada de un mundo tan terrible’.
Inmediatamente después me enamoré de Miriam. Sé que no es importante eso ahora. Sé que no tiene absolutamente nada que ver con nada. Pero así se dieron los hechos entonces. Aquella madrugada de semana santa, Miriam y su hermana Verónica, que todavía vivía en Lima (tendría Verónica en ese entonces unos diecinueve o veinte años) se quedaron a dormir en mi casa en Punta Negra porque sus padres partieron a Europa dos semanas y media de segunda luna de miel. Claro que ni Miriam ni yo sabíamos qué carajo significaba eso entonces.
Había amanecido y yo tuve la desesperada necesidad de escribir.
- Qué haces, Caneto.
Había amanecido.
El cielo estaba muy pálido. Podía sentir desde la ventana abierta de mi habitación la brisa del mar chocando en contra mío.
- Son las cinco de la mañana.
- Ya sé.
- ¿Qué estás haciendo?
Tecleaba una máquina de escribir viejísima. La deba duro a esa cosa. Pronto me di cuenta que no tenía mucho qué contar acerca de Anna Chlumsky y yo.
- Intentaba escribir algo bueno -dije.
Miriam (de unos catorce o quince años) se acercó con su pijama y sus piernas largas y bonitas a darme el encuentro en el interior de mi cuarto.
- A ver. Déjame ver.
Miriam se apoyó en la carpeta y yo la miré fijamente. La pijama blanca de mi prima a contraluz dejaba ver a través de la tela sus preciosos senos y demás manifestaciones hormonales recientes. Luego Miriam volteó su rostro y se arregló el pelo castaño que rozó en mis mejillas. Tenía los ojos chinos, estaba somnolienta. Sonrió.
- Así que estás enamorado de Anna Chlumsky...
Y en seguida:
- ¿Quién es Anna Chlumsky?
Sin saber que hacer tarareé la letra de “Stan by me” y le pregunté si sentía algo. Yo le dije que sentía el verano en mi piel cada vez que escucha esa canción, o cada vez que veía “My girl” o veía a Anna Chlumsky en general. Era algo de verdad muy difícil de explicar para mí.
- Ya veo.
Miriam miró por mi ventana abierta un cielo pálido y un amanecer triste. Era el amanecer de un viernes santo de 1994.
- ¿Qué te pasa?
- Nada.
Luego me di cuenta de lo hermosa que era, y dejé de pensar en Anna Chlumsky por un segundo. No recuerdo bien cómo se dieron exactamente las cosas. Había pasado la noche en vela y estaba cansado. Sentí una prominente erección en mi ropa interior. Pasé a estar incómodo. No por la erección en sí (hasta ahora no sé si Miriam lo notó, cómo saberlo), lo que sí sé es que en seguida Miriam me besó en las mejillas, frente a un amanecer extraño (con la luz transparente y en dirección en contra nuestra) frente a aquella máquina de escribir de los años cincuentas, besé a mi prima Miriam y ella rebuscó en mi ropa interior mi pene. No sé si encontró lo que esperaba encontrar, solo sé que yo tenía como diez u once años de edad, estaba enamorado de Anna Chlumsky (ese mismo año estrenarían la secuela, “My girl 2” en el cine, y yo fui a verla como un estúpido desilusionándome por completo) cuando Miriam entró a mi habitación al amanecer, tanteó mi ventana, la máquina de escribir, me besó, me tocó, y a la tarde actuó como si nada.

Careloco levantó su vaso de cerveza y lo agitó hasta que la espuma se rebalsó y cayó al piso. Una mueca. El Muerto prendió un canuto.
- ¿Qué te pasa imbésil? -preguntó alguien.
Era viernes. Todos los viernes pasaba lo mismo. Lo recuerdo. A veces comprábamos maní salado cerca al Santa Isabel de la Encalada, o paseábamos de parque en parque tomando ron, hasta que toda esa zona se volvió Zona Roja, y empezaron a pasar camionetas de Serenazgo y Pathfinders de la policía (aunque eso, creo, fue más que nada durante el último año, en 5to de secundaria) y a veces, en momentos como aquel, el Muerto nos daba la espalda y prendía un varulo, sosegado. Algunos como yo, nos emocionábamos y fumábamos. Otros se retiraban horrorizados por el espectáculo.
- ¡Muerto!... -le grité- Convídanos un poco, vamos...
- Claro que sí -respondía él.
No recuerdo si era 1998 ó 1999, o si el mundo se iba a acabar, como decía Karen (una loca, que no llegó a 4to). Paseamos por el parque frente a la exposición, con cielo azul, sol, y brillantes ojos dorados. El tipo del garaje de la exposición era barbudo y llevaba los pies descalzos. Nos vendió lo que parecía ser una mezcla entre ron, vodka, con algo de gaseosa trasparente (al menos así sabía) y una vez hecho el trámite, Muriel (como nos dijo que lo llamáramos, de acento extranjero y pinta de gay) cerró con impaciencia su garaje amarillo. Algunos detalles sí puedo recordarlos muy bien. Karen bebió la mitad de la botella verde y el gordo Manuel lanzó una carcajada al viento indescifrable y Yesenia alcanzó nuestro ritmo mientras avanzábamos por la nada. A otro parque donde nos sentiríamos como en casa. Llegamos a lo que era casi una zona olvidada (¿?) cerca a lo que me dijeron era el cerro Casuarinas, donde las casas residenciales eran de gente mucho más adinerada, y por ende, mucho más afortunada que nosotros. El parque era aislado y ya era prácticamente de noche cuando llegamos. Solo se escuchaban los murmullos de los grillos por la noche y la emoción del comienzo de otra saga de horas muertas.
Fumamos codo a codo con el Muerto. Expulsé de mis pulmones una bola de humo. Luego volví a coger el canuto y otra pitada más y otro sorbo de aquella botella transparente de cinco soles por un litro de basura, y un poco de vino barato, malísimo, y oporto (aunque pudo haber sido sangre). Y yo que había soñado con un niño americano atrapado en un hueco angosto, cuya cara estaba púrpura y segundos antes de salir su cabeza se ponía blanca y arrugada antes de explotar, mientras los bomberos y paramédicos estadounidenses contemplaban la escena conmovidos. Ese tipo de cosas suelen suceder en Estados Unidos. Como esos dos niños que asesinaron a varios compañeros suyos del colegio, entraron con armas a clase y mataron a todos...
- Como el asesinato de los Clutter... -indicó alguien.
- Vamos, ¿de qué carajo estás hablando? -le reproché, después de unos minutos.
Yesenia y otra chica (que ahora no recuerdo su nombre) se colgaron del cuello del gordo Manuel. Serían ya cerca de las siete de las noche y sería invierno, porque recuerdo que había anochecido hacía rato. Y otra vez el grillo murmuraba (triki, triki, triki) y yo bañado en sudor, alcé la mano y repliqué:
- No nos vamos a separar nunca. -Y antes de haberlo dicho, tuve que darme cuenta de que casi ya no había nadie, y de que mi prima Yesenia (sí, era mi prima) trataba de hacer algo un poco más interesante, es decir, trataba de agarrar con el gordo Manuel que era uno de esos personajes caracterizados de la promoción...
Careloco intervino, y me dijo:
- ¡Ja, ja, ja, ja, ja! -Antes de decir- ¡Ese concha, Caneto! -Dándome un fuerte empujón en la espalda, sin motivo aparente.
El Muerto continuaba aletargado, mirando la pista por la que ya no pasaba ningún auto, diciendo:
- Tengo miedo.
- ¿Miedo de qué?
- De lo que podría pasar.
- ¿Cuándo?
El Muerto continuó mudo. Yesenia y el gordo se besaron. Careloco y yo criticamos a los demás que ya no estaban, calificándonos de ‘sucios maricas’. Y eran bastantes contándolos a uno por uno. Y yo recordaba, ya no a Margarita, quién en ese momento ya no estaba en el colegio, ni recordaba nada que tuviera que ver con ella, porque eso había sido ‘hace ya mucho tiempo’, y yo no estaba para ‘tontos jueguitos de niña engreída’, y me tranquilicé, y por momentos recordaba esa escena en la que Melisa y yo caminamos por la pista camino al británico de la avenida primavera, durante el invierno.
- Es un chiste algo idiota.
- Vamos dime...
- ¿Estás seguro?
- Completamente.
- ¿Prometes que te vas a reír?
- Ja, ja. Mira. Ya me estoy riendo.
Melisa era linda, tenía unos enormes ojos marrones.
- Bueno, caminaba una tortuguita así de chiquita -hizo un tamaño promedio con las manos-, cuando se le apareció una lagartija así de chiquitita -hizo una seña con los dedos-. Y bueno, pues, esta lagartijita le dijo a la tortuguita: “Eh, amiga mía, ¿dónde vas?” Y la tortuga dijo: “Voy al pueblo, lagartijita”, y entonces ella dijo: “Yeee, ¿puedes llevarme en tu caparazón, tortuguita?” Y la tortuguita dijo: “No. No sale”.
Melisa volteó y me miró nuevamente a los ojos. Rió. Creo que me estaba tomando el pelo.
- Sabes que las lagartijas no se sienten. Cuando se te sube una, ni cuenta de das...
- Sí, sí. Yo sé.
- Bueno -Melisa siguió-, siguieron un par de kilómetros, y un sapo que pasaba por ahí dijo: “Hola tortuguita, ¿dónde vas?” Y la tortuga, medio cansada del todo, le dijo: “Voy al pueblo, señor sapo”, y el sapo que no era muy querido por nadie entonces, le preguntó a la lagartija: “¿Y tú lagartijita, dónde es que vas?” A lo que la lagartija le respondió: “Aquí nomás me quedo, pues ¡sapo conchetumadre!”
Ambos nos reímos.
- Ja, ja, ja... Mejor lo contaba mi primo Carlos, en serio...
Yo no podría creer que no tuviera nada que ver con sexo.
Llegamos. El Británico de Monterrico no tenía nada en especial, era un edifico fofo y yo siempre le decía que era una total pérdida de tiempo y de dinero.
- Nos vemos, Caneto. Chau.
OK. Besos en las mejillas.
- Chau, ¡chau! Melisa.
Luego me regresé caminando, a encontrarme con mis amigos viernes por la tarde, había que tomar, fumar, había que beber (mucho) y una vez en casa, había que comer, ver tele y dormir.

La verdad es que una vez le hablé a Gustavo Petrovich, él leía un libro que era de un autor ruso o algo por el estilo. La cuestión es que era fin de año y sería 4to de secundaria, porque ya no éramos tan inocentes entonces, no podíamos serlo. Nos habían dejado leer un libro acerca de un asesinato. Le hablé a Gustavo de eso, y él por entonces ya no era tan alto y habría engordado un poco. Vestía el uniforme convencional pero ese día llevaba un buzo, por lo que supongo que yo también llevaba uno, y sería viernes, aunque ya no estoy muy seguro de nada porque la memoria a veces falla.
Le pregunté:
- ¿Cómo estás, Gustavo? ¿Qué lees?
Y él me miró, aún lo recuerdo, con una cara de: ¿Y éste quién es? Pero afortunadamente, no lo tomó con una actitud de desprecio, y tampoco estuvo tan a la defensiva como me lo esperaba. Le propuse el trato. El sonrió y movió mucho la cabeza de arriba a abajo. Trato hecho, me dijo, pero el trabajo no te lo haré yo, te lo hará un amigo, estoy más que seguro de que él aceptará.
Yo no entendí muy bien entonces.
- Pero por qué.
Gustavo sonrió. Hizo un par de muecas, muy extrañas, y luego miró alrededor de sí. Frunció el ceño debido al sol (serían las últimas semanas de clases, cerca al verano) durante el mes de diciembre.
- Mi trabajo ya casi está listo. Entiende que necesito mi propia nota. A parte la cosa es para dentro de una semana, y yo no tendría tiempo para hacer el mío. Un amigo sí.
Le dije que solo le pagaría veinte soles, que no era mucho dinero, que apelaba a él por “la amistad que nos ha mantenido unidos desde hace años”. Y yo no esperé a que Gustavo Petrovich hiciera otra cosa más que reírse tanto como yo. Entonces se dio cuenta de que mi humor negro se había estado retroalimentando sin ayuda de nadie desde hacía varios meses y le parecía bien. Entonces él me pareció a mí “un gran tipo”.
- Ven conmigo a la salida, vive nada más a un par de cuadras.
Entonces le di la mano. Y después de eso me dieron ganas de prender un cigarrillo, pero claro que no se podía mientras ambos nos ocultábamos detrás de las sombras, a mitad de la canchita de fútbol de secundaria, durante el segundo recreo. Gustavo se tapó la cara con un libro amarrillo, de letras estrambóticas, que rezaba El almuerzo desnudo, e imaginé que estaría leyendo algo porno.

A Miriam le brillaron los ojos cuando vio toda esa hierba que llevaba en mi ropa de baño negra.
- ¿Qué vas a hacer con todo esto? -Preguntó.
Yesenia estaba impresionada, creo que ella nunca había fumado o visto marihuana en su vida. Decidió probar.
- Parece que es buena, ¿verdad? -Miriam se llevó un enorme moño a su boca. Miró su textura, percibió el olor y dio su visto bueno- Sí, parece de la very very...
- Entonces qué, ¿fumamos? -Preguntó Yesenia.
- Of course my horse.
Miriam miró una vez más el moño que había cogido y lo deshizo en sus faldas en frente mío. Yesenia (que quería ser como Miriam en aquella época) se dedicó a mirar con cuidado todo. El reflejo del agua de la piscina les caía en la cara. Adentro, podíamos ver todavía a toda nuestra familia charlando y comiendo. Parecían no pronunciar palabras, en realidad, solo los veíamos comer, estar de pié y hacer cosas.
Miriam colocó casi todo el moño en la base de su pipa de metal. Cogió un encendedor amarillo y transparente, lo prendió y se puso a fumar. A mí me entró una fuerte paranoia hacia todo.
- No hagan el mínimo ruido, no respiren, no hagan nada, que se van a dar cuenta.
Miriam terminó de fumar. Apretó sus ojos como pudo, y en seguida tosió como una condenada. Y pensé que si en este momento Ramallo se diera cuenta de lo que estaba haciendo conmigo su hija menor la noche de Navidad...
- ¿Qué te pasa? -me preguntó Miriam cuando le pasó la pipa encendida y llena de humo a Yesenia.
Miré a Miriam con los ojos muy tensos.
- ¡Ahorita vienen y nos cagan! ¡Puta madre!
Miriam prendió un cigarrillo.
- Despreocúpate, querido.
Yesenia tosió como loca. Primero había fumado delicadamente, pero en seguida le metió una pitada demasiado larga que la hizo toser más de la cuenta. Y encima dijo que se le antojaba más. Yo fumé una nada. Miré a mi alrededor, y en seguida me paré y me fui. Boté el humo a unos metros de distancia. La imagen de Miriam y Yesenia sentadas fumando de una pipa con el reflejo de la luz proveniente de la piscina era estremecedor la noche de Navidad de 1998. Busqué un cigarrillo en el fondo de un bolsillo de mi ropa de baño, cogí un encendedor y me puse a fumar.

Después de clases la gente salía a la calle disparada. Rebusqué a Gustavo Petrovich de entre todas las caras y las cabelleras negras y amarillas y rojas, bajo el sol de las tres de la tarde del mes de diciembre. Todos con las mochilas bien puestas en nuestras espaldas, todas bien depiladas ese año porque se podría esperar cualquier cosa en una chica de 4to año de secundaria (pedos, eructos, cualquier cosa menos eso).
No lo busqué demasiado y nos miramos las caras largo rato en la bodega, mientras compramos un par de cigarrillos y caminamos recto hasta la avenida Primavera, donde no repetimos la escena de aquella vez desde hacía más de un año, simplemente no nos habíamos visto las caras. Ambos estábamos más crecidos, ya éramos algo mayores. Nada era igual que antes, me emborrachaba. Y cuando nos detuvimos en el un grifo, no recuerdo para qué (creo que yo tenía que cambiar dinero) entré al Móbil Market y compré una cerveza para amenizar la cosa, y Gustavo pareció muy complacido. Apenas salimos le di un buen sorbo a la lata.
- ¿Qué te parece?
- Excelente con el calor.
Y continuamos caminando.
- ¿Dónde vive tu amigo?
- Cerca a un parque.
- ¿Dónde?
- Vive cerca...
Pasé un poco a lo era la intriga. Tarareé una canción de Andrés Calamaro. Gustavo sonrió. Luego me preguntó:
- ¿Fumas marihuana?
A lo que yo le respondí:
- Claro que sí -y era cierto, aunque no del todo- ¿por qué?
- No sé -y lanzó una carcajada-, ¡ja, ja, ja, ja, ja! - y luego me miró fijamente-. No sé, como cantabas eso de fumar un porrito...
- Sí, claro que sí... -le dije, convencido.
Luego añadió:
- ¿Sabes?, mi amigo no tiene ni idea de que voy a ir a su casa, ni que le voy a dar esta chamba. Pero nosotros necesitábamos justo veinte soles para comprar, ya sabes...
Llegamos a otro parque al que yo no había visto en mi vida: tenía una estructura enorme en el centro, una pileta que seguro no era ningún reto arquitectónico. A aquellas horas habían muchos niños jugando bajo el sol de primavera, y habían perros sin cadena que corrían libes y alguno que otro niño del colegio caminando por ahí. Calculé que esto estaba cerca a lo que era el parque frente a la exposición (que, dicho sea de paso, ya no existía más). Entonces Gustavo me llevó a lo que era un pasaje, que desembocaba en una calle extraña, que era donde vivía este tipo que entonces vestía de hippie y que llevaba unas patillas enormes. Gustavo tocó el timbre, y esperamos largo rato, y aunque yo supuse que vivía solo, ya no estaba muy seguro de ello. La cuestión es que vivía en un segundo piso prestado o alquilado o qué se yo, en una casa medio ordinaria sin muchos miramientos. Apenas vio a Gustavo, esbozó una enorme sonrisa y nos dejó subir.
-¿Cómo estás, Gustavo?
- Bien, ahí... ahí...
- ¿Qué tal? -exclamé, saludando.
Patillas Enormes me miró sorprendido.
- El se llama Carlos Ernesto -Gustavo me presentó sin muchos preámbulos-. El nos va a conseguir el dinero que nos falta para la hierva... -dijo.
Patillas Enormes suspiró. Luego sonrió ensimismado y cogió un libro y luego lo dejó a un lado. Prendió lo que parecía ser un cigarrillo negro que luego pensé (durante un minuto) que podría ser marihuana, pero que no parecía nada. Olía a canela.
- ¿Y cómo es eso? -dijo riéndose-, ¿a quién tenemos que matar?
- A nadie, a nadie... -exclamó Gustavo- pero sí tiene que ver con un asesinato.
Lo miré, risueño, y le sonreí.
Todo combinaba muy bien con el verano, en aquella época. Acababa 4to de secundaria, y no era el fin del colegio pero parecía como si algo hubiera muerto.
- Tienes que leer “A sangre fría”... -concluyó.
Y después de un minuto, agregó:
- Tienes que hacer un trabajo acerca de ese libro, nada más.
Patillas Enormes me miró.
- OK. -dijo.
Ni siquiera preguntó en qué consistía el trabajo. Nada más me miró y se rió. Estábamos en lo que sería el comedor y la sala, lo que era a la vez, creo, la cocina, el depósito y la cama. Todos nos habíamos sentado en un colchón enorme en el piso y un montón de sábanas y ropa revuelta.
Patillas Enormes sirvió algo de té. Gustavo y él bebieron. Yo me dispuse a salir de allí lo antes posible. Averigüé dónde botar la lata de cerveza que había traído, y averiguar también si se le tenía que pagar todo por adelantado o después o cómo era el maldito asunto. Y de pronto me encontraba nervioso, como si me fueran a matar.
- Dame diez soles ahora, para no olvidarme del asunto. Y dame diez soles después, para no engañarte, y también para motivarme a mí mismo a hacerlo.
Y yo, tan inseguro de todo, le pregunté:
- ¿De verdad vas a hacer el trabajo, verdad? -Enmudecí-. Vamos... -y entonces miré fijamente a Gustavo, mi intermediario-. Necesito pasar sí o sí...
- No te preocupes, amigo -dijo por fin Patillas Enormes- ya leí el libro, y sé bien de qué se trata.
Lo que me hizo sentir más aliviado. Sin embargo yo sabía que Patillas Enormes era un tipo muy pasado, y de lo peor. ¿Cuánto se puede confiar de un tipo que lleva un pañuelo rojo amarrado en la cabeza? Y ahora que lo he visto un par de veces, ya no es tan pasado como lo era en aquella época, hace tan solo unos años, lo que demuestra que el tiempo pasa para todos. Incluso para Patillas Enormes, que en aquella época era un hippie de lo peor. Después de salir a su casa, ambos tomaron la misma dirección que yo. Patillas Enormes vestía una camisa a cuadros y un pantalón blanco (medio teñido de rojo) y bajo la camisa llevaba un polo blanco y seguía con aquel pañuelo tan ridículo amarrado en la cabeza. Y yo los miraba a ambos como hipnotizado, mientras ellos hablaban de tantas cosas y discutían marihuaneramente de literatura, hasta que llegados a un pasaje y sucedió lo que tenía que suceder, Patillas Enormes sacó de un pomo fosforescente lo que parecía ser un canuto enorme.
A lo que yo dije:
- Vaya, ¿en serio piensan fumárselo...?
Y Patillas y Gustavo sonrieron y me miraron como si yo fuera un idiota.
- Claro. Vamos, Carlos Ernesto, fuma un poco.
Y bueno, yo siempre he sido lo suficientemente valiente para todo, y aún así, mientras caminábamos fumando, me pregunté cuántos años tendría Patillas Enromes, y me pregunté cuanto tiempo pasaría hasta que llegara la policía, porque estábamos sentados, y cuántos años se llevarían de diferencia ellos dos, y me pregunté por qué eran tan amigos, y por qué Patillas Enormes vivía solo, ¿por qué? ¿por qué?... Gustavo y su amigo hippie reían a carcajadas, mientras tardecía suavemente en Chacarilla, cerca al colegio. Una nube transparente obscurecía el cielo atravesando su raíz de esquina a esquina, bajo la sombra de un árbol nos detuvimos y ellos llamaron a la puerta. Ya habían apagado el varulo. Patillas Enormes tocó el timbre un par de veces, mientras Gustavo me explicaba por qué intentaban reunir treinta y seis soles, cuales eran las diferencias entre la Roja y la Buena Hierva de Lujo. Me explicaba que la que acabábamos de fumar no era cualquier cosa, claro que no, era un Roja, pero no cualquier Roja, había sido una Buena Roja, que no era lo mismo a una Buena Hierva de Lujo...
Y entonces ellos me presentaron a un sujeto de mediana edad, de contextura cuadrada, que respondía al nombre de Marc, dependiendo un poco de su estado de ánimo y de la gravedad del asunto. Por lo que yo me quedé medio dormido mientras avanzaban las ideas polifónicamente, y mientras este tipo se sentaba encima de una de las gradas de su casa a esperar el anochecer, y mientras yo sigo tieso y contemplando una triste esencia desperdigada, oblicua, convexa y malformada, y resulta que este tercer tipo al que acabo de conocer (y que según parece ignora por completo mi existencia) cuenta un chiste, que consiste en este otro tipo, llamado Walter, o el papá de éste, quién necesita ver urgentemente a su hijo recién nacido (o sea, a Walter) y una enfermera le comunica que este niño no está entre los recién nacidos, y que tiene que subir al segundo piso, donde dice NIÑOS FEOS, cosa que el papá de Walter sube y no encuentra a su hijo por ningún lado, y una enfermera alarmada le dice que suba hasta el tercer piso, donde parece que dice NIÑOS AÚN MÁS FEOS, a lo que el papá de Walter, obviamente mortificado, al no encontrar a su hijo le dice a la enfermera “debe haber un error, no he encontrado a mi hijo”, así que el señor (quien al parecer, carece de buena fortuna) es mandado por la burocracia reinante en las clínicas del estado al cuarto piso, donde reza la inscripción NIÑOS HORRIBLES, y es cuando el papá de Walter piensa “¡Oh Dios mío!, pero ¿qué he hecho?” y al no encontrar a su hijo, furibundo tropieza con una monjita de la clínica, a quién le grita: “¡Quiero ver a mi hijo!” y la monjita le pregunta: “dígame señor, ¿cómo es que se llama su hijo?” y el papá de Walter, enloquecido, le grita: “¡Walter! ¡Mi hijo se llama Walter!” y la monjita dice “Ohhh, ya veo...” así que el papá de Walter es mandado al decimoséptimo piso, al techo húmedo entre la llovizna donde está inscrito: WALTER, EL NIÑO MÁS FEO DEL MUNDO...